[Alfonso Ibáñez, autor.Consejo de Educación Popular de América Latina y El Caribe]. Quisiera referirme a esta cuestión de la “vida buena” como una motivación para los intercambios que ya se están haciendo o que se van a hacer en estos días, porque me parece que es un asunto eminentemente filosófico, si comprendemos a la filosofía en su significado etimológico como el amor del saber o de la sabiduría.
Índice:
La modernidad en cuestión.
Un horizonte brumoso que se despeja.
Hacia una nueva civilización.
Algunos valores indígenas.
El “buen vivir” como utopía posible.
Educación en y para el “buen vivir”.
La modernidad en cuestión.
Quisiera referirme a esta cuestión de la “vida buena” como una motivación para los intercambios que ya se están haciendo o que se van a hacer en estos días, porque me parece que es un asunto eminentemente filosófico, si comprendemos a la filosofía en su significado etimológico como el amor del saber o de la sabiduría. Al respecto conviene recordar, por ejemplo, que es en la República donde Platón nos relata la “alegoría de la caverna”, de esa liberación de los humanos que habitan como esclavos en el mundo de las sombras, pero donde algunos pueden elevarse esforzadamente al mundo de la luz o de la inteligibilidad de las Ideas: allí donde pueden contemplar la idea del Bien en tanto que valor supremo que habrá que realizar después en la realidad sensible, en la ciudad de los humanos. Como muy bien se ha observado, en esta concepción de la filosofía se delata ya un pensamiento raigalmente utópico, que luego reaparecerá con la Utopía de Tomás Moro a inicios de la modernidad.
Ahora bien, en los tiempos que corren se habla mucho de la “condición posmoderna” en la que vivimos perplejos, según lo ha hecho célebre Jean-François Lyotard (1993). Si el proyecto moderno surge de un “desencantamiento del mundo”, como lo tematiza Max Weber, que nos ha introducido en una visión antropocéntrica encaminada al dominio racional del mundo, hoy estaríamos experimentando el “desencanto del desencanto” ante las promesas incumplidas de la modernidad. En la agudización del “malestar de la cultura”, conforme al psico-análisis de Freud, Lyotard asume el desprestigio de los “metarrelatos” de legitimación de la modernidad, como es la comprensión especulativa de la totalidad absoluta, pregonada por los ilustrados y Hegel, o el proyecto de emancipación humana de Kant, que incluye al conjunto de sus variantes como es una de ellas el proyecto comunista de Marx. Pero como lo ha observado con mucha perspicacia Franz Hinkelammert (1996: 127), muy sintomáticamente Lyotard omite al gran relato moderno del liberalismo o neoliberalismo, que es el que más bien se ha vuelto hegemónico con la globalización progresiva y acelerada del capital. Al contrario, él hace ver que es la generalización de la ley del valor de cambio, con su hincapié en lo utilitario y eficiente, lo que prevalece hoy día y conduce al descreimiento en los otros metarrelatos. Dando así, implícitamente, un espaldarazo a la visión tecno-científica del mundo que está estrechamente ligada al despliegue del capitalismo planetario. Motivo por el cual Lyotard (1993: 16) escribe que “el saber es y será producido para ser vendido, y es y será consumido para ser valorado en una nueva producción: en los dos casos, para ser cambiado. Deja de ser en sí mismo su propio fin, pierde su „valor de uso`”.
No obstante, la decadencia y el nihilismo de la cultura occidental, diagnosticado por un Nietzsche entre otros, prosiguen su expansión. Y con la crisis integral de la economía-mundo del capitalismo globalizado, que nos está llevando a un callejón sin salida en la depredación de la vida y hasta a la misma autodestrucción, se hace más evidente la puesta en tela de juicio del estilo de vida humano moderno occidental. Por ello, retomando a Nietzsche, se pone a la orden del día la transmutación de todos los valores, la invención indispensable de una nueva “tabla de valores” y de otro modo de vida. Pese a ello, los pensadores posmodernos frecuentemente se quedan entrampados en la tradición occidental dominante, en una consideración intra-cultural que no logra escapar del descontento o nihilismo escéptico, ni cuestionar al sistema-mundo en sus contradicciones estructurales más relevantes. Por ello se hunden en el individualismo o en el relativismo del “todo se vale”, cuando no se explora una celebración estética de la vida o se saluda abiertamente a la muerte como última posibilidad del hombre, según lo postulaba Heidegger en su meditar sobre el devenir del ser.
Un horizonte brumoso que se despeja.
Sin embargo, nosotros no tenemos por qué pensar que estamos en el “fin de la historia” o atrapados sin salida, como lo da a entender Fucuyama (1992), o con una alternativa única en consonancia con la lógica mercantil de la acumulación de ganancias. Ya que ante los impases de la modernidad, con sus patologías crecientes y multifacéticas, todavía podemos acudir al acervo de la sabiduría milenaria de la humanidad que se ha ido forjando a través de las diversas sociedades y culturas. No obstante, como lo observa Edgar Lander (2010: 2), “se buscan soluciones desde arriba que ignoran la multiplicidad de opciones que pueblos y comunidades en todo el planeta están formulando como alternativas al modelo civilizatorio en crisis”. Aunque, claro está, esto no es lo que busca precisamente el “pensamiento único” dominante en su afán de estandarización niveladora que desprecia, oprime o excluye a los demás estilos de vida, pese a que también juegue estéticamente con ellos si le resultan rentables, como acontece en las industrias culturales o turísticas.
Ahora bien, cuando ocurre que las ilusiones de los hombres y las mujeres modernos/as se hacen trizas, también estalla el momento propicio o kairós, como se dice en griego, donde se hace posible la elección de otros rumbos y se comienza a revalorar a las otras culturas premodernas o no-modernas, a otras formas de vida no occidentales. Se trata de una oportunidad excepcional, que me parece que no hay que desaprovechar porque en ello se nos va la vida. Pues como lo manifiestan Wim Dierckxsens y otros miembros del Observatorio Internacional de la Crisis (2010: 10), “si bien nos encontramos en un período bien crítico, contradictoriamente, es de igual modo una era de oportunidades para construir un nuevo camino que permita asegurar la paz, la democracia, la libertad, la justicia, la dignidad humana”. Al interior de una crisis que no es solamente económica, sino más bien el colapso integral de una civilización imperial, que ahora se muestra en todo su agotamiento y se hace patente en sus nuevas barbaries, tomamos conciencia de lo que es vivir mal o un “mal-vivir”. A contracorriente del discurso mentiroso del Big Brother que siempre nos habla del “bien-estar” de la sociedad de consumo, ésta lo que produce a nivel mundial es muchos males, como son el empobrecimiento de la mayor parte de la humanidad, la destrucción de la naturaleza y la frustración de todos con el vaciamiento del sentido de la vida.
Si vivir en la posmodernidad no es estar en un período histórico ulterior, como ha sido suficientemente aclarado, sino experimentar un profundo disgusto y tener graves problemas con la modernidad y sus aspiraciones, entonces ello significa reconocer el “mal-estar” radical que nos embarga. Lo cual nos puede impulsar, como ya está sucediendo, a la búsqueda de alternativas fecundas, pues como lo afirma el Foro Social Mundial, “otro mundo es posible”. Claro que sí, siempre y cuando lo imaginemos y pensemos, siendo capaces de luchar persistentemente por conseguirlo, y así rediseñar otra historia planetaria. Es en este contexto donde aparece la necesidad de elucidar lo que sería un vivir bien o un “buen vivir” o Sumaq Kawsay, Suma Qamaña, Balu Wala, en las lenguas de algunas culturas originarias de Abya Yala o “la tierra grande donde vivimos”, que pueda orientar nuestra praxis histórica del presente. Se trata de una cuestión que no es el privilegio exclusivo de una determinada cultura, ya sea en la pregunta como en la respuesta, porque todas las sociedades y culturas humanas formulan a su modo las “significaciones sociales imaginarias” que les permiten una convivencia con sentido y cohesión en el ámbito socio-histórico, como lo ha tematizado en profundidad Cornelius Castoriadis (1975).
Otra cosa es que una cultura específica pretenda poseer “la verdad objetiva y universal”, como si ésta fuera “supra-cultural”, y sobre todo que la imponga por la violencia material y simbólica a las demás. Eso hace parte del proyecto colonizador de Occidente, pues como lo ha recalcado Enrique Dussel (2000: 48), el “yo conquisto” precede al “yo pienso” cartesiano que se empeñará en la organización racional de sus dominios sobre la naturaleza y los “naturales” o pueblos colonizados en los distintos continentes. No hace mucho tiempo atrás, Samuel Huntington (1998) preveía un “choque de civilizaciones” que había que evitar para impulsar el predominio de la civilización occidental y cristiana dentro de una estrategia geopolítica mundial bien dirigida. Y ahí tenemos ahora a la neo-colonización de la humanidad entera con la globalización agresiva de un liberalismo desenfrenado o “salvaje”, que se acompaña de “ajustes estructurales” e “intervenciones humanitarias”, las cuales son más bien guerras imperiales, sumamente exterminadoras, cuando lo juzga conveniente para asegurar sus intereses civilizatorios.
Hacia una nueva civilización.
Ahora bien, la profunda crisis civilizatoria que estamos viviendo, exige la elaboración de alternativas más integrales, que nos lleven a avizorar una nueva civilización global. Tal vez por ello, los llamados “nuevos movimientos sociales antisistémicos” implican propuestas no sólo socio-económicas y políticas, sino también identitarias y culturales. Se produce así una suerte de politización de la cultura y de culturización de la política. Los ejemplos sobran, como se puede constatar en el movimiento feminista o en el ecológico. Pero quizás el más sobresaliente sea el movimiento indígena continental, que no se contenta con la lucha por la tierra y el territorio, por la autonomía étnico-cultural o por la institución de Estados plurinacionales, que ya son asuntos mayores, sino que ahora defiende y propone el “buen vivir”, no sólo para ellos mismos sino como un aporte al mundo entero que está urgido de refundar la convivencia humana.
Curiosamente, esta utopía en proceso de construcción no proviene de las élites iluminadas que han salido de la caverna platónica, sino más bien de los que viven en el fondo de la caverna, encadenados en el inframundo, pero que ahora luchan por una emancipación que signifique un vivir bien y en plenitud. Curiosamente también, esta propuesta no se inspira en lo más moderno y actual, según el grito de las modas mercantiles, sino en la sabiduría de lo más antiguo y ancestral de los pueblos originarios de las Américas. Para rematar, y muy curiosamente, Pablo Dávalos (2008: 56) explicita que “es al momento la única alternativa al discurso neoliberal del desarrollo y el crecimiento económico porque la noción del sumak kawsay es la posibilidad de vincular al hombre con la naturaleza desde una visión de respeto; porque es la oportunidad de devolverle la ética a la convivencia humana; porque es necesario un nuevo contrato social en el que puedan convivir la unidad en la diversidad; y porque es la oportunidad de oponerse a la violencia del sistema”.
Según el dirigente indígena Luis Macas (2010: 14), del Ecuador, el Sumak es la plenitud, lo sublime, hermoso, excelente, superior, mientras que Kawsay es la vida, el ser estando en movimiento dinámico. Por tanto, “Sumak Kawsay sería la vida en plenitud. La vida en excelencia material y espiritual. La magnificiencia y lo sublime se expresan en la armonía, en el equilibrio interno y externo de una comunidad. Aquí la perspectiva estratégica de la comunidad en armonía es alcanzar lo superior”. Y como sintetiza el Presidente del Consejo Indígena de Centroamérica, Donald Rojas (2009: 4), el “buen vivir” o Balu Wala en el idioma de los kunas de Panamá, “es el eje filosófico del pensamiento y actuación individual y colectiva de los pueblos indígenas, implica una relación indisoluble e interdependiente entre el universo, la naturaleza y la humanidad, donde se configura una base ética y moral favorable al medio ambiente, el desarrollo y de la sociedad donde se manifiestan y se hacen necesarios la armonía, el respeto y el equilibrio”. El equivalente conceptual, que atraviesa a la historia de la tradición greco-occidental, estaría muy probablemente en la noción de Areté, que en los últimos tiempos se encuentra en un verdadero renacimiento porque alude a una cierta idea de excelencia y es la exigencia de esta plenitud, de esta perfección en la posesión y en la expresión de sí mismo. Así es como llega hasta nosotros cuando un filósofo contemporáneo como Paul Ricoeur nos dice, por ejemplo, que “la mirada ética es la búsqueda de una vida buena, con y para los otros, en las instituciones justas”. Lo cual quiere decir que hay que preferir una comunidad política regida por leyes buenas, como lo argumenta Pierre-Jean Labarrière (1999: 805) en un texto “Sobre el deber de excelencia”.
Sin embargo, el Sumac Kawsay o “buen vivir”, que no es lo mismo que “vivir según el bien” de los y las occidentales, en la comprensión del intelectual indígena Javier Lajo (2010: 114-115), no se limita a una dimensión ética de la existencia porque está inscrito dentro de una cosmovisión más abarcadora, que implica elementos ontológicos, epistemológicos, estéticos, religiosos y políticos. “En última instancia, explica Josef Estermann (2008: 85), se trata de una ética cósmica, porque el sujeto en sentido último es pacha, el universo ordenado e interrelacionado”. De ahí que el movimiento indígena plantee no tanto un “choque de civilizaciones”, como un debate cultural, filosófico y civilizatorio al mismo tiempo. Ello nos interpela en lo más hondo y debería conducirnos a entablar un diálogo intercultural e interfilosófico. Si nos colocamos en la perspectiva de la nueva civilización mundial que hay que crear, al ritmo de los procesos de globalización, tenemos que admitir con Macas (2010: 15) que hay que provocar una “ruptura epistemológica”, porque “la propuesta de lo diverso genera el rompimiento del pensamiento único, universal y homogéneo” que hoy se impone en nuestros países con el capitalismo neoliberal. Lo cual nos posibilita prestar una mayor atención a la diversidad creadora de las culturas, que portan consigo otros valores que deberían ser tenidos muy en cuenta para instituir nuevas formas de vida. Ya que como él lo afirma, “no existe un solo paradigma, ese paradigma universal que es el occidental. Occidente anula la existencia de otros sistemas y paradigmas, como el paradigma de Oriente, el paradigma de Abya Yala, el paradigma de África”.
Algunos valores indígenas.
Como no me es posible referirme en este momento al conjunto de la filosofía indígena continental o a la “pachasofía” como la denomina Estermann, sólo quisiera evocar ciertos rasgos valorativos que me resultan muy sugerentes para el diálogo filosófico e intercultural que podrían suscitar, a su vez, renovadas simbiosis transculturales. Teniendo en mente, por supuesto, que los valores “universales concretos” de cada cultura están a la espera del reconocimiento de las otras, a la traducción y asimilación inventiva que se puede hacer en el mutuo enriquecimiento. En primer lugar cabe mencionar lo más evidente, como es el sentido de pertenencia comunitaria. Ante la visión del individualismo posesivo de la vida, con sus excesos y horrores, que a menudo conducen a la competencia, al aislamiento y a la soledad deshumanizantes, el sentido comunitario proporciona identidad a quienes la conforman. Por ello, ya José Carlos Mariátegui en su proyecto de un “socialismo indoamericano” consideraba que a la contradicción capital-trabajo se añadía la contraposición entre la concepción individualista y la tradición comunitaria del campesinado indígena. Ahora Clodovis Boff (2010) nos señala en su “Decálogo para cambiar el mundo” que “sí al ‘sujeto colectivo’ o social, al ‘nosotros’ creador de historia (‘nadie libera a nadie, nos liberamos juntos’). Pero sí también a la subjetividad de cada uno, al ‘yo biográfico’, al ‘sujeto individual’ con sus referencias y sueños”. ¿Se podrá encontrar un equilibrio o una relación sensata entre estos términos en la vida individual y colectiva? Luis Villoro (1997: 374) plantea que los y las indígenas nos hacen un llamado a recuperar los valores de la comunidad en el seno de la modernidad, ya que hay que ir “hacia una sociedad nueva donde los valores de la comunidad sean asumidos libremente”.
En segundo lugar hay que subrayar la relación amorosa del indígena con la naturaleza, la Madre Tierra. Como lo recuerda Macas (2010: 16), Descartes expresa que “el hombre es amo y señor de la naturaleza”. Se da así una separación de oposición entre sujeto y objeto dentro de una concepción antropocéntrica, que se ha convertido en “mercadocéntrica”. Por lo cual él agrega que “es la visión del capital, el crecimiento económico, que rompe la relación del ser humano con la naturaleza y la ve como recurso, como mercancía y privatizable. En cambio, el jefe indígena de Seattle –Estados Unidos- dice algo hermoso: ‘La humanidad no hizo el tejido de la vida, es solo una hebra… y lo que hace con la trama o el tejido se lo hace a sí mismo’. Venimos de ella, vivimos en ella y somos parte de la Pachamama”. Por ello pacha no sólo es tiempo y espacio, es a su vez la posibilidad de participar activamente en el universo, sumergirse y estar en él. Ante los cambios climáticos y las catástrofes medioambientales que nos acechan, no cabe duda de que tenemos que escuchar los “gritos de la tierra”, cambiando radicalmente nuestro vínculo con la naturaleza. En vez de dueños y señores, tal vez habría que considerarse como cuidantes, jardineros o guardianes de la naturaleza y de la armonía cósmica. Al respecto, el historiador aymara Fernando Huanacuni (2010: 18) señala que “las promesas de progreso y desarrollo que en algún momento guiaron a toda la humanidad, ya mostraron a plenitud sus limitaciones y efectos devastadores, sobre todo en países ‘altamente desarrollados’ como los países europeos, en los que hoy en día la prioridad ya no es el desarrollo, sino la forma de revertir todo el daño que se ha causado”.
Entre los valores ancestrales de los y las indígenas, sustentados en una relación armónica del ser humano con la naturaleza y entre las personas, cabe mencionar que el indio ha desenvuelto un espléndido sentido igualitario sin detrimento de las diferencias, previendo que nadie logre acumular poder y riqueza por medio de la explotación de los otros. Fuera de la relacionalidad de todo lo que existe, aquí nos encontramos con el sentido de la complementariedad que ellos saben descubrir en todos los elementos. Motivo por el cual David Choquehuanca (2010: 8-9), Ministro de Relaciones Exteriores en el Estado Plurinacional de Bolivia, escribe que “Vivir Bien es vivir en comunidad, en hermandad, y especialmente en complementariedad… Vivir Bien significa complementarnos y no competir, compartir y no aprovecharse del vecino… Buscamos una vida complementaria, una vida complementaria entre el hombre y la mujer, una vida complementaria entre el hombre y la naturaleza”. En la reflexión de Choquehuanca, el Vivir Bien no es lo mismo que vivir mejor, si para vivir mejor hay que entrar en competencia con el otro o explotarlo, que lleva a concentrar la riqueza en poca manos a costa de los demás. Por ello sostiene que el “buen vivir” está reñido con el lujo, la opulencia y el derroche, así como con el consumismo: “En nuestras comunidades no buscamos, no queremos que nadie viva mejor, como nos hablan los programas de desarrollo. El desarrollo está relacionado con el vivir mejor, y todos los programas de desarrollo implementados entre los Estados y los gobiernos, absolutamente todos los programas de desarrollo desde la iglesia, nos han orientado a vivir mejor”. Creo que esta opinión debería dejarnos pensando porque no tiene nada que ver con la “buena vida” egoísta del despilfarro primermundista, que se hace en perjuicio de las grandes mayorías de la humanidad, y nos coloca ante una gran disyuntiva: “O seguimos por el camino de la civilización occidental y la muerte, la guerra y la destrucción, o avanzamos por el camino indígena de la armonía con la naturaleza y la vida”.
En la modernidad capitalista, el ser humano se coloca en el centro del cosmos y se opone al mundo, considerándose la medida de todas las cosas. De ahí, finalmente, la importancia valorativa de la tradición indígena que ha preservado una visión misteriosa, sagrada y profundamente gratuita del universo, donde lo divino se encuentra por todas partes. De tal modo que los seres humanos se hallan insertos en medio del mundo y de la vida que los rebasa ampliamente. Choquehuanca (2010: 10) estima por ello que “Vivir Bien es recuperar la vivencia de nuestros pueblos, recuperar la Cultura de la Vida y recuperar nuestra vida en completa armonía y respeto mutuo con la madre naturaleza, con la Pachamama, donde todo es VIDA, donde todos somos uywas, criados de la naturaleza y del cosmos, donde todos somos parte de la naturaleza y no hay nada separado, donde el viento, las estrellas, las plantas, la piedra, el rocío, los cerros, las aves, el puma, son nuestros hermanos, donde la tierra es la vida misma y el hogar de todos los seres vivos”. Ante la destrucción de la naturaleza y la vida, que entraña un suicidio colectivo aunque sea lentamente, conviene no ver a lo humano como algo opuesto al mundo, sino que tendríamos que autoentendernos como partícipes de un mundo más vasto, en una perspectiva que algunos llaman “transhumana” (Welsch, 2006: 99-101). Huanacuni (2010: 19) puntualiza que sucede así con “la visión de que todo vive y está conectado, el principio comunitario, la reciprocidad y muchos otros principios que se han mantenido y hoy están siendo referentes en todo el mundo para encontrar un nuevo paradigma para vivir bien”.
El “buen vivir” como utopía posible.
Los y las indígenas coinciden con ciertos filósofos posmodernos, como Vattimo o Lyotard, cuando dicen en palabras de Huanacuni (2010: 18), aunque él no los conozca, que “el pensar que todo tiene un valor monetario ha terminado por quitar valor a la vida”. Pero ellos/as no se conforman con pensamientos o alternativas débiles, porque se ubican en el reverso de la modernidad y provienen de una cultura y de una matriz civilizatoria antiquísima que ha resistido más de 500 años. Como ya señalaba Mariátegui (1994: 324), “la tradición es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y móvil. La crean los que la niegan para renovarla y enriquecerla”. Y todo parece indicar que el movimiento indígena continental, en su lucha solidaria con otros movimientos socioculturales, está dispuesto a entrar en un debate civilizatorio abierto, horizontal y con vistas a elaborar un proyecto de vida buena a nivel local y global. Aceptando el diagnóstico de que no sabemos vivir y que de hecho estamos viviendo mal, la alternativa del “buen vivir” aparece como una utopía realizable. Precisamente porque no se presenta como una meta preconcebida y acabada, sino más bien como un proyecto en proceso de elaboración donde intervienen la memoria del pasado y el anhelo de un futuro de convivencia humana, expuesto al diálogo intercultural, especialmente con Occidente. Pero hay que comenzar por reconocer con Mariátegui (1994: 154) que, pese a su larga historia de opresión y exclusión, “la vida del indio tiene estilo”, y por ello puede contribuir plenamente en la creación de un nuevo sentido y estilo de vida para la humanidad actual y para las generaciones del porvenir.
El combate indígena se inscribe en el tiempo de larga duración, pero asumiendo la responsabilidad de hacer, en el momento propicio, el trastrocamiento del “orden establecido” o el cataclismo del pachakuti, que permita dar paso a un nuevo amanecer del equilibrio cósmico. Motivo por el cual, María Eugenia Choque (2010: 2), quien es profesora en la Universidad Mayor de San Andrés, en La Paz, expresa que se trata de edificar lo que siempre hemos soñado: “Suma Qamaña quiere decir el bienestar de tu fuerza interna… es parte de la búsqueda de lo propio, basado en la espiritualidad de los pueblos, es el encuentro con uno mismo… es el inicio de la liberación de los pueblos del carácter colonial, es re-construir la sociedad sobre la existencia de los pueblos… es el restablecimiento del Qullasuyu”. Por todo ello opino que Boaventura de Souza Santos (2010: 5-6) tiene mucha razón cuando especifica que lo que se pone en juego no es solamente una cuestión de justicia social, ya que también implica una justicia histórica de gran aliento. Estamos asistiendo así a una doble transición que hay que saber articular: “del capitalismo al socialismo y del colonialismo a la autodeterminación… al fin del racismo, al fin del exterminio”. Blanca Chancoso (2010: 7), dirigente kichwa del Ecuador, hablando desde su visión de mujer del Sumac Kawsay nos explica que “podría ser llamado una utopía, porque lo que reclama y propone es la lucha constante por la igualdad”. Esto nos remite al requerimiento de radicalización de la democracia, para lo cual la “América profunda” porta consigo una “democracia comunitaria”, cuya lógica es mucho más participativa y consensual, pues las minorías son incluidas en los acuerdos provisionales, y por eso puede llevar a la reinvención integral de una democracia emancipadora. Pues como lo subrayan Toni Negri y Judith Revel (2008: 34), “si la democracia moderna fue la invención de la libertad, la democracia radical, hoy, pretende ser la invención de lo común” humano.
En vez de referirse únicamente al socialismo del siglo XXI, que no posee mucho contenido y podría parecerse demasiado al fracasado “socialismo real” en el siglo XX, resulta más conveniente orientar nuestra reflexión-sentimiento-acción siguiendo las huellas de Mariátegui y su utopía de un “socialismo indoamericano”. O los pasos del novelista y antropólogo peruano José María Arguedas quien, habiendo recogido la cosmovisión andina, soñaba en una especie de “socialismo mágico”. Y eso es lo que pretenden hacer, en el aquí y ahora, quienes luchan por concretizar un “socialismo comunitario y en armonía con la Madre Tierra”, porque en resumen de Raúl Prada (2010: 29): “La hipótesis política del socialismo comunitario combina el proyecto anticapitalista de los trabajadores con el proyecto descolonizador de los movimientos indígenas”. Y Boaventura de Souza Santos (2010: 6) tiene otra vez razón cuando, enlazando las dos transiciones que están en curso, comienza a hablarnos de “un socialismo del Buen Vivir”. Pues lo que importa no es producir más dentro de un crecimiento económico infinito, es decir sin fin y finalidad, porque todos sabemos que el único objetivo es la acumulación de capital, sino cómo podemos vivir-bien-juntos. En este sentido, Estermann (2008: 161) nos comenta que en la “ecosofía” indígena hay una sabiduría pertinente “para manejar la casa común de todas y todos, para el bienestar y la buena vida de plantas, animales y seres humanos”.
Óptica desde la cual François Houtard (2010: 28), quien está a la búsqueda de los saberes que puedan contribuir al bien común general de la humanidad, considera que el problema mundial es ver “cómo reencontrar los valores fundamentales que viven los pueblos indígenas, por ejemplo en América Latina, o en pueblos africanos o en filosofías asiáticas. Cómo retomar estos valores que son fundamentales, a la vez para la crítica al modelo actual y para la construcción de otro modelo, pero dentro de un mundo que se ha transformado también en el pensamiento”. Ya que la filosofía occidental ha tendido a olvidar la dimensión simbólica de la humanidad, elaborando su pensamiento y acción en base a un solo símbolo, pero de tipo matemático, que es el gran paradigma de la razón instrumental que se ha absolutizado. Lo cual nos pone ante un enorme desafío intercultural para reinventar la racionalidad humana en el entramado que nos constituye como seres plurales capaces de crear novedosas significaciones sociales imaginarias.
Educación en y para el “buen vivir”.
Terminando esta aproximación tentativa, quisiera enfatizar que a nosotros, en tanto que educadores populares, también nos corresponde el tratar de “vivir bien”. Para ello debemos tener muy en cuenta, como siempre, que nadie enseña a nadie porque todos nos educamos juntos. Y ahora nos toca desaprender y reaprender de nuevo, en medio de un intenso diálogo intercultural que nos invita a la “creación heroica” de un proyecto histórico “trans-moderno”. Al respecto acota Pablo Dávalos (2008: 56): “Quizá es más difícil desaprender que aprender. Para salir de esta colonización, quizá sea necesario un largo trabajo de olvido sobre todo aquello que aprendimos a propósito del desarrollo y del crecimiento”. Disculpen que insista sobre esto, pero me parece que son demasiadas las ONG’s que se autodenominan “para el desarrollo”, lo cual se ha vuelto altamente equívoco, por decir lo menos. Justamente por ello podemos dar nuestro aporte hoy día, interviniendo como puentes o nexos, como traductores y comunicadores entre mundos muy diferentes. Al respecto indica Nélida Céspedes (2010: 54), que la política educativa intercultural apuesta a procesos pedagógicos “para el reconocimiento de saberes y diversas racionalidades en la construcción del conocimiento, para interpelar las certezas y enfrentar las incertidumbres”. A fin de encaminarnos hacia una mundialización muy otra, mucho más incluyente y diversificada, pues como lo enuncian utópicamente los indígenas neozapatistas de Chiapas, aspiramos con una esperanza lúcida y activa a “un mundo donde quepan todos los mundos”. En sintonía como este sueño despierto, Estermann (2008: 162) afirma que “en la ‘casa cósmica’ indígena caben todas y todos, sin distinción de raza, color de piel, credo o idioma”.
La praxis socio-política y cultural en la cual estamos embarcados, y que no puede dejar de dirigirse hacia el “buen vivir”, se presenta muy compleja, pero también estimulante en un quehacer que apunta, como lo señala en este momento el Consejo Internacional de Educación de Personas Adultas, a la construcción de “un mundo en el que valga la pena vivir” . Ya que nos relanza en la tarea de seguir contribuyendo a que los sujetos individuales y colectivos puedan instituir, autónoma y creativamente, nuevas relaciones sociales en todos los espacios privados, públicos y políticos. Por ello tenemos que luchar contra la “cultura-mundo” hegemónica que se impone con su tecnología audiovisual muy sofisticada, suscitando la indiferencia del desarraigo total en el disfrute del instante efímero. Pero a su vez contra las reacciones defensivas que se atrincheran en un fanatismo etnocéntrico, que es una tentación para cualquier tradición cultural, y que para nosotros puede ser el “indianismo”. Felizmente, como lo asevera Dávalos (2008: 56) del “buen vivir”, “es la primera vez que una noción que expresa una práctica de convivencia ancestral respetuosa con la naturaleza, con la sociedad y con los seres humanos, cobra carta de naturalización en el debate político y se inscribe con fuerza en el horizonte de posibilidades humanas”.
Javier Lajo (2010: 119) sostiene que el Sumaq Kawsay, que habría que traducir según él como “espléndida existencia”, supone superar el racionalismo occidental, y por ello demanda “un actuar, sintiendo y pensando, complementaria y proporcionalmente”. Lo cual implica una elucidación no sólo reflexiva, sino también pasional e imaginativa en la práctica coherente de transformación social y política. Motivo por el cual concluyo citando a Clodovis Boff (2010) cuando inicia su Decálogo exclamando: “Sí al proceso de concientización, al despertar de la conciencia crítica y al uso de la razón analítica (cabeza). Pero sí también a la razón sensible (corazón) donde se enraízan los valores y de donde se alimentan el imaginario y todas las utopías”. Y termina diciéndonos: “Sí a una concepción ‘analítica’ y científica de la sociedad y de sus estructuras económicas y políticas. Pero sí también a la visión ‘sistémica’ y ‘holística’ de la realidad, vista como totalidad viva, integrada dialécticamente en sus varias dimensiones: personal, de género, social, ecológica, planetaria, cósmica y trascendente”.
Fuente: http://www.gloobal.net/iepala/gloobal/fichas/ficha.php?entidad=Textos&id=13556&opcion=documento