[GERARDO DEL CERRO SANTAMARÍA, http://www.noticiasdegipuzkoa.com, 06.07.17]
El renacimiento de sentimientos y políticas proteccionistas en las economías más avanzadas del globo de que estamos siendo testigos obedece en buena parte a la gran recesión de 2008, que originó a su vez un frenazo en el proceso de integración económica planetaria que llamamos globalización. Según la UNCTAD (United Nations Conference on Trade and Development-Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo) los flujos de inversión extranjera directa (FDI) disminuyeron entre octubre de 2008 y octubre de 2016 en un 26% en el conjunto global, un 56% en Europa y un 49% en Estados Unidos. En los primeros años después de 2008 fuimos testigos del retorno a casa de millones de trabajadores que residían fuera de sus países de origen. En Malaysia y Arabia Saudí, el Gobierno ordenaba a las empresas despedir primero a sus trabajadores extranjeros en el caso de que necesitaran reestructurarse.
En 2010, Estados Unidos puso en práctica una ley, diseñada por la administración Obama, que impedía la contratación de inmigrantes cualificados a las empresas que recibieron dinero del gobierno para subsanar sus finanzas. En Inglaterra, el uso extendido de trabajadores extranjeros en las refinerías de petróleo se topó con importantes protestas callejeras. Incluso Irlanda ponía en cuestión su esquema legal sobre inmigración, que ha permitido sostener la explosión económica del país desde finales de los años 90. En los últimos doce meses hemos sido testigos del Brexit y de la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos, dos eventos decisivos que confirman los peores temores de los globalistas y suponen una culminación de las tendencias proteccionistas que ya eran visibles en 2008.
Es razonable mostrar preocupación por esta situación de creciente proteccionismo. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) avisaba del creciente riesgo de xenofobia basada en la falsa percepción de que los inmigrantes privan a los locales de empleo. A largo plazo, sin embargo, hay razones estructurales que permiten pensar que el fenómeno migratorio internacional continuará. Primero, porque en tiempos de crisis o incluso crecimiento muy débil, la necesidad de cambiar de lugar para encontrar trabajo se hace más perentoria, con lo que las remesas de dinero provenientes de la emigración seguirán sirviendo de sostén a muchos países. Y, segundo, porque la persistencia de la pronunciada desigualdad económica global y los desequilibrios demográficos entre norte y sur seguirán siendo factores generadores de migraciones transnacionales.
El auge reciente de los sentimientos proteccionistas ha vuelto a centrar la atención en las viejas advertencias sobre los riesgos -y los límite- de la integración económica global. Dani Rodrik, de la Universidad de Harvard, señalaba en su libro The Globalization Paradox (2012) que la integración global no puede darse conjuntamente con el mantenimiento de la soberanía de los Estados y la democracia; el trilema es que las sociedades han de optar por dos de esos tres elementos. Saskia Sassen, en Territory, Authority, Rights (2007), argumentaba convincentemente que la globalización no causa una disminución del poder de los Estados nacionales sino su transformación institucional, organizativa y jurídica para, en efecto, poder manejar y controlar los procesos globales en sus territorios respectivos. Los límites de la globalización quedan fijados por los Estados nacionales que, además, son quienes activamente desarrollan estrategias globalistas y dan forma a la globalización (recuérdese, como ejemplo paradigmático, que fue el gobierno de EE.UU. quien diseñó, para su propio beneficio, los contornos e instituciones de la economía global a partir de 1945).
Por otro lado, Alesina y Spolaore, en The Size of Nations (2005), explican la escalada de movimientos nacionalistas y separatistas en la nueva era global desde finales del siglo XX como una consecuencia lógica de la integración global, pues la independencia permitiría a las nuevas entidades subnacionales gestionar de forma más efectiva los deseos de sus votantes y ciudadanos sin necesidad de eliminar los vínculos con los mercados internacionales. Respecto a la desigualdad intranacional que ha venido generando la globalización (hay claros ganadores y claros perdedores en el proceso), Branko Milanovic, Joe Stiglitz y otros han señalado su claro potencial disruptor de la integración global; y los eventos sociopolíticos de los últimos años en EE.UU. (elección de Donald Trump) y Europa (ascenso del extremismo político y la xenofobia, Brexit) confirman esas conjeturas.
En mi análisis de la globalización como fenómeno socioeconómico, elaborado hace ya quince años, en una época de consenso pro-globalista, me distanciaba de los globalistas entusiastas y convencidos (Kenichi Ohmae, por ejemplo) que percibían el proceso como absolutamente irreversible e ignoraban lo ocurrido en las primeras décadas del siglo XX, en las que la globalización de finales del XIX (tan intensa en sus principales indicadores como la actual) colapsó casi por completo. Argumentaba por entonces que era legítimo preguntarse por un posible final de la actual era de globalización cuando el fenómeno se observa desde una perspectiva histórica, perspectiva que por aquellos años no muchos analistas contemplaban, y que deja ver con claridad periodos de globalización en alternancia con otros periodos de desglobalización a lo largo de la evolución del capitalismo. Cierto es que, a diferencia de hace ciento veinte años, hoy las TIC permiten mantener la conciencia y la percepción de que el mundo se encuentra altamente interconectado, independientemente de la evolución de los indicadores objetivos de intercambio e integración económica.
Estos indicadores objetivos muestran en 2017 un panorama alejado de las mejores esperanzas globalistas: una relativa contracción (probablemente temporal) de los intercambios transnacionales de mercado (capital, materia, energía, información, personas), que vendría acompañada del surgimiento gradual de propuestas socioeconómicas distintas, y con vocación de alternativa, al capitalismo laissez faireheredado del neoliberalismo. Se trataría de un paradigma de la desglobalización, que incorpora la redefinición de la prosperidad sin crecimiento o en un contexto de decrecimiento, el renovado papel del localismo o el regionalismo en la economía y los beneficios empresariales (por recordar a Alan Rugman) y la centralidad de la sostenibilidad global, socioeconómica y medioambiental, como ejes de un nuevo contrato social, alejado del proteccionismo populista de tonos conservadores que ha surgido en Occidente.
La viabilidad política de estas alternativas no está aún clara, pero sí parece que se va asentando la idea, por lo demás escasamente contraintuitiva, de que los procesos de globalización presentan límites diversos, tanto estructurales como ocasionados por sus múltiples consecuencias no deseadas. Una cosa es defender el libre comercio como actividad humana secular y beneficiosa, y como ethos de una cultura o una época, y otra bien distinta es hacerlo imprudentemente, ignorando o soslayando de forma deliberada las tensiones estructurales que cualquier proceso de dimensión global genera dentro del contexto de los desequilibros del capitalismo que la evidencia de muchas décadas nos muestra de forma contumaz.
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