[Xavier Ricard Lanata]
El fracaso histórico del socialismo real y de los procesos de emancipación colectiva nos brinda testimonio de la ambigua relación entre revolución y poder. En vez de tener que escoger entre ambos (el «conocimiento autónomo» – por el lado del polo revolucionario, o, por el contrario, la «ciega obediencia» –por el lado del polo del Estado o imperium, como los denomina Spinoza en su Tratado Teológico-Político), quisiera proponer la idea de que es posible conseguir un equilibrio, que no fuera simplemente empírico sino mas bien ideológico y político. Para ello es preciso contar con un ethos revolucionario, cuya fuente de inspiración radica en la ecología política, y que se substituiría a aquellas formas éticas y políticas características de la primera modernidad.
La cuestión del poder está ubicada en el origen de la modernidad política
En el momento en que la modernidad promete convertir al hombre en «amo y posesor» de la naturaleza, produce la ficción de un sujeto autónomo, que se dota a si mismo de su propia ley. El sujeto es por lo tanto su propio amo y a la vez que es el amo de la naturaleza que lo rodea. Este ideal de autonomía se enfrenta sin embargo con la necesidad empírica de una regulación colectiva: las filosofías realistas, desde Hobbes hasta Montesquieu, propusieron soluciones que todas suponen al final de cuentas aparatos institucionales en cuanto «barreras», es decir instrumentos de contención ubicados fuera del sujeto. Rousseau por su lado propone internalizar la contención; recurre a la figura de la Ley como expresión a priori de la voluntad general (cf. articulo II de la Declaración de 1789): no se trata por tanto, para Rousseau, de una suerte de «acuerdo», social e históricamente situado, mas de una idea que procede directamente de la razón, en la medida en que el uso de la razón produce en forma inmediata una percepción correcta de lo universal y por tanto del interés general.
Es importante por tanto recordar que la noción de sujeto se encuentra íntimamente vinculada con una noción de autonomía y de poder de «hacer», de transformar la realidad circundante, principalmente la naturaleza. Esto hizo que históricamente se vinculara estrechamente el desarrollo de la burguesía capitalista (que se presenta a si misma como «industriosa», y que coloca al capital como el resorte fundamental de esta industriosidad [1]) con el de la modernidad política. El capitalismo se encuentra por tanto íntimamente vinculado con la génesis de la modernidad política, en la medida en que contiene una «promesa» de transformación de la naturaleza.
Sin embargo, debido a la contradicción inherente a la ley de acumulación del capital, el problema de la economía política se traslado de la esfera de la producción a la esfera del consumo, es decir paso de ser un problema de oferta a ser un problema de demanda. Entonces, el sueño de una emancipación lograda mediante el progreso industrial fue reemplazado por la realidad de la alienación, no solo del trabajador, como bien observara Marx, sino del consumidor, cuyas decisiones en cuanto a consumo (la demanda) se encuentran inducidas por la producción (la oferta), por el medio de un aparato de conformación del deseo increíblemente sofisticado, y cuya naturaleza fundamentalmente social ha quedado demostrada por la obra de Baudrillard.
Ahora bien, el resorte mas íntimo de esta alineación sigue siendo, a mi juicio, el Eros del poder. Empleo esta expresión, no en el plano originario (es decir, el poder prometeano de transformación creadora del «artesano»), sino en el plano derivado y mecanizado, del individuo consumidor que satisface sin reparos su deseo de consumo y que, por ello, goza de un sentimiento de omnipotencia, aun cuando esta satisfacción requiere que se someta al poder del capital (maquinaria, tecnología, procesos de producción industrial) que rige, al final de cuentas, la formas concretas de su acto de consumo.
Pienso que el fracaso de las distintas experiencias revolucionarias concretas yace precisamente en este impasse: cualquier experiencia revolucionaria, es decir que se propone extirpar «la servidumbre y la dominación dentro de la propia estructura social», como dijera Emmanuel Levinas (e Ivan Segré, en Judaísmo y Revolución), se enfrenta con el deseo secreto de mantenerse confinado dentro de la «propia estructura del deseo», que en ultima instancia es deseo de goce. Diderot lo entendió de entrada en su Neveu de Rameau: el goce que persigue su héroe no es simplemente goce del poder bestial, primario, de «vida o muerte», que ejerce el tirano. Tratase aquí mas bien del goce del poder de gozar, es decir del poder de someterlo todo a la ley de su propio deseo. El resorte síquico fundamental del capital me parece que precisamente yace en el hecho de que el capitalismo promete a cada uno darle acceso al paroxismo de este poder, en una suerte de «libido» universalmente autorizada y legitima, cuyo rastro es el de la emancipación del individuo («gocen sin reparos» como decían los libertarios de mayo 68, quienes, so pretexto de revolución, se encargaron en verdad de legitimar una translación de las lógicas de servidumbre, que dejaron de proceder del orden «tradicional» para proceder exclusivamente del orden capitalista, por lo que fueron en realidad los agentes de una nueva etapa en el proceso de «desenclaustramiento» puesto en evidencia por Polanyi).
De hecho, el imaginario del goce y del consumo, en cuanto sinónimos de «poder», convirtiéndose en una herramienta poderosísima de alienación a favor de la vorágine de acumulación del capital, terminó encubriendo totalmente el ideal moderno de autonomía, el cual ameritaría ser reexaminado de nueva manera, y profundizado, de tal forma que se desprenda de su ropaje antropocentrista y que la autonomía vuelva a ser ubicada en el corazón de un proyecto humanista renovado, que convertiría la noción de viabilidad (en el sentido de la viabilidad de los organismos vivos) en el concepto bisagra de un nuevo proyecto emancipador.
¿Qué nuevo ethos revolucionario?
Sin embargo semejante reexamen requiere una conversión a un nuevo ethos (el ethos del nuevo sujeto que Michel Griffon denominara «homo viabilis», un sujeto deseoso de preservar el mundo vivo tanto como de garantizar su propia emancipación, en la medida de que lo primero es condición de posibilidad de lo segundo), y el cambio ha de ser tan radical que parece inalcanzable. Acaso no se trata de emprender una suerte de camino de «santidad», conformado por la capacidad de renunciar, de auto-limitarse, de manera permanente, y frente a cualquier forma de tentación, como las que sin cesar el aparato de propaganda nos pone en frente, o que nuestra propia «naturaleza humana» suscita en nosotros (¿acaso Cristo no fue tentado hasta en el mismo desierto?). Desde este punto de vista, podemos preguntarnos si la revolución no es, en última instancia, posible tan solo en el marco de una suerte de muda antropológica, y por tanto si realmente pertenece a este mundo (al igual que es legítimo preguntar si el reino de Dios también pertenece a este mundo).
Seria un error sin embargo tomar demasiado en serio este reparo, porque termina legitimando el discurso reaccionario, que descansa en una doble postura, escéptica por un lado (burguesa dirían algunos), que postula que cualquier proceso revolucionario es irrealista y termina en autoritarismos de distintas índoles, dogmática por el otro (el mundo tal como «existe» no puede ser transformado).
¿Qué rumbo emprender entonces? Me parece que se nos presentan dos opciones
Para autores como Hans Jonas, la ecología política ha de proceder de una representación, permanente, de la amenaza de una destrucción total de la humanidad. En este sentido, la ecología política se desprende de una suerte de régimen del miedo, que en el plano ético se traduce por el «principio responsabilidad». Observamos aquí que este regime del miedo puede acompañarse de diversas formas de autoritarismo, puesto que implica una subordinación del sujeto a una exterioridad insuperable (la Naturaleza y sus requerimientos). En el fondo, se trata de una posición religiosa, y, precisamente, de una ortodoxia religiosa, que exige una forma de sometimiento ciego al imperio de la Ley divina.
La solución que nos sugieren autores como André Gorz, Cornelius Castoriadis o Vladimir Illich, es radicalmente opuesta: hacer reposar el proceso revolucionario sobre lo que Gorz denomina (la «reapropiación del mundo vivido»), es decir sobre una economía política distinta, fundamentada en la practica concreta de la autogestión. Esta es, en el fondo, la respuesta «emancipadora» a la pregunta planteada por la utopia revolucionaria: la que se ampara en la esfera de lo que Spinoza denomina «el conocimiento autónomo», es decir la emancipación por y mediante el conocimiento, que recae finalmente en el uso dialéctico de la razón.
Es evidente que a primera vista la segunda solución puede parecernos auténticamente revolucionaria, en el sentido de que abole cualquier forma de sujeción a una exterioridad, y por tanto garantiza que no exista servidumbre o dominación en la «propia estructura de lo social». Sin embargo, hemos de admitir que la experiencias históricas no consiguieron vencer a los aparatos institucionales de poder desde la practica inmanente del conocimiento autónomo, ni tampoco fueron capaces de liberar la humanidad de su adicción mórbida a la dominación y goce narcisistas.
A no ser entonces que todos los individuos se tornen espontáneamente en gimnastas griegos, o que se les encierre en falansterios donde se sometan a la autoridad de guías ilustrados y librados de cualquier pasión mundana, cabe preguntarse qué fuerza seria capaz de hacer de la autonomía una meta mas deseable que el poder. ¿Acaso no será necesario (es esta la hipótesis que deseo someter al debate) combinar de alguna u otra manera las exigencias de los aparatos institucionales y el deseo de autonomía? ¿Es posible combinar en un mismo diseño político una fuerza de restauración de la autoridad del Estado, y una fuerza que persigue su desvanecimiento? Ninguna de estas dos fuerzas, considerada por separado, es suficiente ni satisfactoria. ¿Mas qué decir de ambas, combinadas? Me atreveré a evocar un ejemplo concreto: el caso cubano, cuya radicalidad (en cuanto Cuba se ha mantenido a salvo de los espejismos del productivismo y del extractivismo) me parece destacable.
En Cuba, la necesidad del control social en materia económica remite a un punto de doctrina fundamental, íntimamente vinculado con el proyecto revolucionario. En efecto, en cuanto se admite la necesidad de someter la economía a finalidades sociales superiores (por ejemplo, la preservación de los bienes comunes o, en el caso cubano, la independencia nacional), la cuestión de la determinación de la demanda social «optima» se convierte en una cuestión central, en la medida en que la misma no puede reducirse a una sumatoria de demandas individuales. Por el contrario, ha de ser determinada colectivamente, a la vez que sometida a una norma que no es de índole democrática, sino mas bien procede del reconocimiento de un «orden» superior, que obstaculiza el juego libre de los intereses individuales. Una economía de los bienes comunes cobra por tanto relación con formes de obediencia a normas superiores (este es un punto central del debate de la ecología política, como puede verse en la obra de Hans Jonas o de André Gorz por ejemplo), a no ser que uno considere que el «deliberalismo» pueda conducirnos espontáneamente hacia un optimum general.
Esta no es sin embargo la concepción cubana: ella exige por el contrario que las normas superiores sean determinadas de una vez por todas, y que el Partido, y tan solo él, garantice que se cumplan. La «casa de la revolución» necesita dueño, y el «pueblo» es una categoría demasiada polimorfa e inestable para prestarse a ello. Uno puede lamentar semejante concepción centralizadora y reductora del interés general. Sin embargo, nos plantea una pregunta fundamental acerca de la democracia, y de su limite, frente al imperativo categórico de la preservación de la independencia o de la igualdad (en el caso de Cuba), o de la naturaleza (en el caso de la ecología).
In medio stat virtus
El ejemplo cubano me lleva a pensar que la solución ha de ser buscada por el lado de una suerte de combinatoria, a la vez conceptual y practica, entre exterioridad normativa e interioridad subjetiva, es decir entre, por un lado, determinadas formas de verticalidad, de subordinación a normas superiores establecidas de una vez por todas et, como tales, substraídas al debate publico, y, por otro lado, determinadas formas de horizontalidad, emancipadoras, articuladas con sujetos políticos convertidos, mediante procesos educativos generadores de autonomía, a una suerte de ethos de la viabilidad.
¿Una obediencia emancipadora? O ¿una autonomía ortodoxa? Esta paradoja no debe asustarnos, y no es tan nueva como parece. Me parece que se trata en verdad de la problemática principal de la ecología política.
La ética de la tierra de un fisolofo como Blair Calicott busca precisamente combinar derechos de la «naturaleza» (en cuanto pueden ser deducidos, mediante procesos de «verdad» cuyo método y lenguaje es el de la ecología científica) y derechos humanos. La aplicación política e institucional de este enfoque lleva a constitucionalizar los derechos de la naturaleza, y elaborar procedimientos de tal manera que estos derechos, determinados caso por caso por mediadores (expertos científicos, usuarios y víctimas), puedan ser reconocidos jurídicamente, y su violación sancionada.
De alguna forma, vuelve a presentarse aquí, renovada, la antigua cuestión de la relación entre ciencia y política. Si la naturaleza es por esencia «límite», en cuanto antecede y excede cualquier actuar humano, no puede ser sometida, como tal, a la racionalidad política, y no es accesible sino al conocimiento científico. Sin embargo, en cuanto la naturaleza no se expresa por si misma, sino tan solo da muestras de la infinita profusión de su curso fenomenal (cada fenómeno siendo parte de una infinita cadena de causas), no puede ser sujeto político. Precisamente pues, la naturaleza no es meta-fenomenal. Solo es el Hombre capaz de dar razón de ella, y su «medida» (aquella a la que se refiere Protagoras cuando dice «el Hombre es la medida de toca cosa»), imperfecta, es producto de un acercamiento a tientas, tangencial, y, en definidas cuentas, negociado. Dicho de otra manera, el «derecho de la naturaleza» no puede ser sino un derecho situado, determinado caso por caso (producto de una «casuística» como la de los jurisconsultos romanos), ceñido por finalidades socialmente determinadas. ¿Cuál es, para tal caso particular, el « optimum climático » definido por la ecología de Odum? Por ejemplo ¿la resiliencia máxima de determinado ecosistema que ha de ser considerada como un derecho? O ¿los criterios para definir la necesidad de preservar la vida de tal o cual especie singular (o incluso, de tal o cual individuo singular), sean cuales sean las circunstancias ? Puede de inmediato apreciarse que debates de este tipo no tienen ningún sentido a no ser que se engarcen en un sistema de representaciones que ordena los fines naturales y los articula con el orden social en general.
Esta es la razón por la cual el concepto de «naturaleza» es producto al final de cuentas de una aproximación poco satisfactoria. Los indígenas jaman hablan de «naturaleza». Por el contrario, reconocen una pluralidad de «espíritus» o «seres naturales» que conforman el universo. Jamás se trata, en sus cosmovisiones, de una totalidad genérica, sino mas bien de tal o cual «espíritu» o «alma» en particular. Las generalizaciones conceptuales, las mismas que permiten transitar desde el animismo hacia el monoteísmo, nos alejan gradualmente de la debida atención a la singularidad, irreductible, del fenómeno, y, por tanto, del «punto de vista de la montaña», como dijera Aldo Leopold, inspirador de la «ética de la tierra» y para quien este concepto cobraba un valor medular. La «naturaleza» en cuanto concepto es un invento del monoteísmo (el «Deus sive natura» de Spinoza) y de la ciencia experimental, baconiana, en cuanto lugar de la causalidad fenomenal.
De este modo, la ecología política ha de ser el lugar de una combinación conceptual (y de su traducción institucional), y de una combinatoria practica (es decir de una praxis política y social) que es menester impulsar. El sugerente libro de Dominique Bourg y Kerry Whiteside, Hacia una democracia ecológica, deslinda el camino por recorrer: el reconocimiento de una exterioridad natural (mediatizada a través de la ciencia) se combina con procesos de validación y negociación cuya inspiración es radicalmente democrática: jurados ciudadanos cuyos miembros han sido seleccionados por sorteo, comisiones mixtas que combinan representantes electos y personal de organizaciones de la sociedad civil, que permiten elaborar los términos de la toma de decisiones, etc.
El Estado ecológico me parece, desde este punto de vista, pertenece a una tradición de pensamiento revolucionaria: aquella que considera que el Estado debe ser un actor de su propio desvanecimiento, o al menos de su perpetuo desborde por las fuerzas sociales, las mismas que en el fondo garantizan su vitalidad y legitimidad democráticas. Un Estado constantemente en «alerta», según la expresión de Emmanuel Levinas, y por ello en proceso continuo de renovación[2].
¿Esta conclusión de medias tintas es acaso «burguesa» o por el contrario «obrera»? Considero por mi parte que su inspiración es en fondo profundamente aristocrática, en el sentido del carácter en esencia aristocrático (basado en la noción de arêté o excelencia) de la trayectoria social del Santo o del Filosofo.
[1] Esto se observa desde la obra de Adam Smith, en particular cuando analiza la relación entre la formación de capital y la productividad, mediante la mecanización.
[2] Cf. Ivan Segré, Judaïsme et Révolution, Paris : La Fabrique, 2014, p. 208.
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