François Houtart*
La preocupación principal de esta contribución es de proponer algunas hipótesis a propósito del papel de la concepción de la modernidad en el colapso progresivo del sistema capitalista y en la incapacidad del socialismo de construir una verdadera alternativa. Como pensar el futuro y orientar la acción de los movimientos populares? Por eso es necesario recordar brevemente la historia de la construcción del concepto de modernidad.
- LA MODERNIDAD EN CUESTIÓN: SU COOPTACIÓN POR LA LÓGICA DEL MERCADO[1]
- Las visiones iniciales
La reflexión tomara por base la obra de muchos autores que han reflexionado, desde distintos ángulos, la historia del capitalismo y la modernidad, tales como Max Weber, Fernand Braudel, Walter Benjamin, Michel Baud, Maurice Godelier, Eric Hobsbawn, Immanuel Wallerstein, Jorge Beinstein, Samir Amin y otros.
En Europa, el desarrollo de la modernidad siguió al prolongado periodo que medió entre la sociedad medieval y el nacimiento del capitalismo mercantil, entre los siglos XII y XVI. En los siglos XII y XIII se desarrollaron formas de proto-capitalismo, sobre todo en las ciudades del norte de Italia, gracias al incremento de las actividades comerciales con Europa Oriental (los Bogomiles). Como la vida transcurría en sociedades dominadas por culturas religiosas no es extraño que las instituciones y los actores religiosos desempeñaran un papel central en esta evolución.
En el siglo XIII, Tomás de Aquino (1225-1274) introdujo la racionalidad aristotélica no solo en el terreno de la teología, sino también en el del pensamiento socioeconómico acerca de la organización política de las sociedades, con lo que creó un vínculo entre la Edad Media y una modernidad que fue rápidamente absorbida por la lógica del mercado. El papel de los grandes pensadores árabes fue determinante en ese momento, ya que eran verdaderos puentes culturales entre las tradiciones filosóficas griegas y la Europa medieval. En centros de transformación económica y social (Boloña y París), Tomás de Aquino fue particularmente sensible a la necesidad de un nuevo enfoque intelectual y una adaptación del pensamiento cristiano. La renovación de la filosofía griega, con su racionalidad rigurosa, era bastante funcional para una transformación del campo económico exigiendo nuevos códigos y una nueva ética. Fue un proceso bastante similar al nacimiento del budismo en las civilizaciones urbanas del Siglo VI antes de nuestra era en Asia.
En la perspectiva tomista, haciendo el puente entre una sociedad medieval con referencias religiosas y la racionalidad griega como instrumento de una nueva lectura de las relaciones económicas y sociales, el orden establecido por Dios se basa sobre la propiedad colectiva de la tierra, lo que es de derecho natural. La propiedad privada es legítima y de derecho positivo, a condición de respetar sus funciones sociales. Así se establece la base del capitalismo, pero regulado por la dimensión colectiva.
Sin embargo, la introducción de una nueva lógica mercantil fue al origen de contradicciones sociales que irán acentuándose con el tiempo. Ya Francisco de Asís (1181-1226) y sus seguidores habían reaccionado contra las relaciones sociales surgidas de la consolidación de la burguesía urbana, iniciando una corriente de protestas que tomaron varias formas. A la vez, la legitimación religiosa de las conquistas occidentales, desde las Cruzadas hasta el posterior “descubrimiento” del Nuevo Mundo, e incluso la justificación de la esclavitud africana (para no mencionar el papel de árbitros desempeñado por los papas en la definición de los límites de los territorios imperiales), fortaleció la identificación entre la modernidad (a la que se denominaba civilización) y la expansión económica. El derecho internacional nació como derecho al comercio internacional, justificado por el precepto divino de desarrollar la tierra. Similares argumentos emplearon después los colonos de la América del Norte para exterminar a las poblaciones indígenas.
Como efecto de la conquista, la economía de la península ibérica se transformó completamente. Miles de toneladas de plata y de oro entraron en España, provocando una superinflación y la desaparición de la industria linera, que se desarrolló en Inglaterra. A partir del siglo XVI, la necesidad de ovejas para las empresas lineras llevó la burguesía naciente a establecer barreras (enclosures) sobre las tierras comunes (commons), proceso que Carlos Marx llamó la acumulación primitiva del capitalismo y que David Harvey analizó en términos de acumulación por despejo.
Se desarrolló también en Inglaterra un pensamiento filosófico nuevo, con Thomas Hobbes (1588-1679) y John Locke (1632-1704). El primero introdujo la idea del contrato social entre individuos, concepto desarrollado en seguida por el segundo. Para Locke, la propiedad privada es el fundamento de la nueva sociedad y es de derecho natural (lo que fue criticado por Immanuel Kant, 1724-1804). El mercado auto-regulado se construye sobre el individuo autónomo y el derecho a poseer. La libertad es la auto-posesión. Es el pacto social entre individuos que constituye la sociedad analizada como contractual. Esta concepción tendrá su influencia sobre Jean Jacques Rousseau (1712-1778).
Siguiendo su pensamiento inspirado de la evolución económica, Locke observa también que el dinero se transforma en capital y remplaza el contrato. Por eso, el valor de cambio se transforma en el fundamento de la organización social. Ya aparece la separación entre el ser humano y la naturaleza, concebida como un objeto y reducida a un recurso inagotable. De manera muy clara, una tal visión corresponde a los intereses de la nueva clase en expansión, la burguesía y la visión de la sociedad subordinada a la ley del mercado y establece las bases ideológicas y jurídicas del capitalismo (Álvaro Ramis Olivos, 2014).[2]
La figura la más descartada de esta corriente de pensamiento fue evidentemente, en el siglo XVIII, el filósofo moralista escoces Adam Smith (1723-1790). Él había conocido en Francia, los fisiócratas François Quesnay (1694-1774) y Jacques Turgot (1727-1781) y fue también muy cercano de David Hume (1711-1776) en Inglaterra, que continuaba la línea de pensamiento de John Locke. Para Smith, el bienestar humano depende del crecimiento económico. La división del mercado (para reducir los costos) y la acumulación del capital, son las condiciones del desarrollo de la economía. El introdujo también las nociones de valor de uso y de valor de cambio y la idea que el mercado es el mecanismo el más adecuado para la asignación de recursos. El comercio internacional se base sobre la “ventaja absoluta” más tarde nombrada ventaja comparativa.
En el continente, la reforma calvinista del siglo XVI fue, por su parte, el resultado de un largo proceso de adaptación de la ética religiosa a las necesidades del nuevo grupo dominante en el centro del continente europeo: la burguesía urbana. Max Weber mostró con claridad la afinidad existente entre la ética protestante y el espíritu del capitalismo, pero no logró descifrar el origen social del fenómeno, es decir su carácter de clase. La posterior secularización del concepto de progreso económico como expresión de la modernidad no cambió su filosofía fundamental. Por el contrario, aumentó su fuerza al abandonar una referencia religiosa considerada pre-moderna y se vio obligado a encontrar una nueva legitimación ideológica.
René Descartes (1596 – 1650), matemático y gran conocedor de las ciencias naturales de su época, desarrolló no solamente su discurso sobre el método, sino también la idea que los hombres son los “dueños y señores” de la naturaleza. La aplicación del espíritu científico a la relación con esta última es el centro de la preocupación. Sin embargo, es el Siglo de las Luces (1715 – 1789) que desarrollara esta perspectiva de manera sistemática. La idea de base era la primacía del espíritu científico y la capacidad del hombre de ser orientado por la razón. De ahí el rechazo de la metafísica y su remplazo por la razón experimental. El desarrollo de las ciencias y de las técnicas al servicio del mercado permite a los seres humanos de ser liberados de los ciclos de la naturaleza. Se perdió la visión holística de lo real, identificada como una percepción religiosa y ella fue remplazada por el progreso científico segmentado. Es así que nació el aislamiento de la economía de la sociedad y su capacidad de imponer sus leyes al conjunto social. El progreso técnico empezó a aplicarse en la agricultura y en la industria. (Álfaro Ramis, 2014).
Uno de los protagonistas de este tipo de progreso fue Nicolas de Condorcet (1743 – 1794). Gran sabio en varios dominios él tenía sin embargo ideas sociales y afirmaba que el progreso no era posible sin igualdad social. Murió encarcelado por los jacobinos, porque se opuso a la pena de muerte. Biógrafo de Turgot, el fisiócrata, él defendía la idea de un progreso continuo (John B. Bury, 2009).
Así todos los elementos para la explicación y la legitimación del capitalismo maduro estaban reunidos: la propiedad privada como derecho natural, el individuo como origen de la sociedad contractual, la naturaleza como recurso inagotable, el valor de cambio como base de la construcción social, la razón al servicio del mercado, el progreso lineal e indefinido. El resultado será la identificación entre el capitalismo y la modernidad.
La modernidad se definió entonces como progreso humano, lineal en su orientación, impulsado por la acumulación capitalista, fruto de la laboriosidad de la burguesía y fuente de un avance ininterrumpido. Desde el punto de vista político, el punto de giro que fue al origen del poder de esta clase social, fue la Revolución Francesa. Ella consagro el poder de esta clase social, con sus valores de emancipación del orden medieval, del carácter laico del Estado y de los Derechos Humanos, pero también como actor privilegiado de un progreso económico lineal, ignorando las externalidades (daños ecológicos y sociales) y de tipo sacrificial (millones de personas mueren en función de un bien futuro). Podemos concluir con Bolivar Etcheverría (1941 – 2010) que se desarrolló “un concepto del progreso que amenaza con destruir el objetivo estaba llamado a realizar: la idea del hombre” (Bolivar Etcheverría, 1994).
En ese proceso resultó central el papel de la ciencia y de la tecnología. El conocimiento, liberado del abordaje holístico de sociedades previas, fue capaz, al emanciparse gradualmente del ritmo de reproducción de la naturaleza, de avanzar autónomamente en muchos terrenos. Ese fue el inicio de una tremenda expansión científica, absorbida rápidamente por la ley del valor y, como la mayoría de las actividades humanas, instrumentalizada por los intereses de la burguesía capitalista. Sometidas al valor de cambio, la ciencia y la tecnología contribuyeron a la expansión sin frenos del capitalismo, que se identificó con la modernidad y que contribuyó, a su vez, con la desatención a las externalidades típica de la lógica capitalista y resultado de la pérdida de un abordaje holístico de la realidad. Eso contribuyó a hacer de la ciencia “el paradigma de todo conocimiento” y a extinguir un “humanismo auténtico que quería salvar la vida”, como señalara Bolívar Echeverría. De verdad, la autonomía relativa de los fenómenos culturales, una vez desarrollados, hizo que la sumisión de la ciencia no fuera total ni automática. El proceso fue más complejo.
La invención y la racionalidad científicas tenían una fuerza propia, pero condicionada por el medio de su emergencia (las condiciones materiales de su desarrollo fueron factores muy importantes) y la utilización de sus resultados como de las técnicas necesarias a su fase operacional fueron dominadas por los intereses económicos. Eso no impide que en la modernidad se hayan promovido valores positivos para la emancipación humana. En sus raíces, ella contenía, como lo hemos dicho, la laicidad del Estado, el rechazo de la esclavitud, la autonomía del pensamiento, el análisis de la sociedad en términos de estructuras, la crítica del poder, y la creación de un “hombre nuevo”. Por eso la crítica de la modernidad no puede caer en una filosofía pos-moderna negativita y debe redefinirse.
El desarrollo del capitalismo industrial y financiero fue la expresión más dura de esta lógica, que produjo nunca como antes una cantidad de bienes y servicios, pero que con su alienación del trabajo y sus conquistas coloniales provocó millones de pérdidas de vidas humanas, el agotamiento de la riquezas naturales y el desequilibrio climático que conocemos ahora.
- Las reacciones contra la modernidad dominada por el espíritu del capitalismo
La identificación entre modernidad y desarrollo capitalista ha provocado, por supuesto, muchas reacciones, sobre todo a partir del siglo XIX. En Occidente, el socialismo utópico ha sido una de ellas, pero también ha habido muchas otras, no solo en el pensamiento filosófico, sino también en el arte, la arquitectura, el urbanismo e incluso en movimientos sociales (feministas). El propio Carlos Marx (1818-1883) hizo una contribución a un enfoque crítico, sin emplear el concepto de modernidad como un eje de su reflexión. Marx desentraño los mecanismos de la acumulación capitalista basada en la ley del valor y mostró las contradicciones generadas por la ruptura del metabolismo entre la naturaleza y los seres humanos, así como por las relaciones sociales de producción, las manifestaciones concretas de la modernidad capitalista. Sin embargo, en los países socialistas el concepto siguió entendiéndose como un progreso lineal en un planeta inagotable. Es necesario explicar las razones de que ello fuera así, porque sus consecuencias perviven.
Se puede establecer como hipótesis, sin entrar en detalles, que las revoluciones socialistas del siglo XX adoptaron de manera acrítica la noción de modernidad, sin tener en cuenta las advertencias de Carlos Marx sobre la ruptura del equilibrio del metabolismo. La Unión Soviética destruyó la naturaleza en gran escala, bajo el pretexto del progreso. China no ve otro modo de desarrollar las fuerzas productivas sino por el pasaje por un proceso de extractivismo intenso y de producción industrial contaminante, por lo menos como una transición hacia el socialismo. Los países progresistas de América latina han querido salir del “atraso” con la misma concepción. El código forestal del Brasil habla de favorecer “la agricultura moderna” y Rafael Correa en Ecuador afirma que la meta es de construir “un capitalismo moderno”. Solamente Hugo Chávez, los últimos años de su mandato, empezó a hablar de “eco-socialismo”.
Continuando este rápido panorama de la esfera del pensamiento social y filosófico, cabe citar la contribución de Antonio Gramsci (1891-1927), quien subrayó que la cultura era un elemento central de la construcción social y la transformación de las sociedades. Según Gramsci, la hegemonía de la lógica capitalista no puede explicarse solamente por su poder material: necesita colonizar las mentes. Por tanto, su identificación con el progreso y la modernidad le resulta vital. El enfoque más crítico a la modernidad como parte integral del sistema capitalista ha sido el de la Escuela de Frankfurt, en especial el de Walter Benjamin (1892-1940) y de Max Horkheimer (1895-1973).
Para Benjamin, la modernidad es la marcha de la humanidad hacia un progreso externo a sí misma, al que llama “modernidad capitalista”, que se caracteriza por el papel primordial que ocupa en ésta el valor de cambio. De ahí que la recuperación de la modernidad implique la reintroducción del valor de uso (y otras dimensiones de valor). El reto consiste en construir una modernidad no capitalista, “que restaure los reales avances que ha logrado la humanidad en los últimos cinco siglos, y que han sido, a la vez, sometidos a la deformación capitalista, cada día más invasiva” (Carlos Antonio Rojas, 2010).
Max Horkheimer, en su obra Critica de la Razón instrumental (2010), define la modernidad como “era de la razón”. Para él hubo un pasaje entre una concepción objetiva de la razón y una perspectiva subjetiva.” Este predominio de una razón subjetiva o instrumental que devora la razón objetiva en la modernidad, escribe Xavier Giraldo, s.j., en la visión de Horkheimer, desata un conflicto entre naturaleza y razón que atraviesa toda la modernidad, al mismo tiempo que transforma radicalmente el papel y la comprensión del individuo” (Xavier Giraldo, 2010, 179). La consecuencia es el sojuzgamiento de la naturaleza, aun la que hay en el sujeto, en medios que “no transciendan la sociedad industrial” (Ibidem, 180). Se tendría que añadir varios otros análisis, como lo hace Xavier Giraldo, tales como críticas a las posiciones de Max Weber, o citas de las obras de Jürgen Habermas y Alain Touraine. La dimensión sicológica de la modernidad fue estudiada posteriormente por Michel Foucault (1926- 1984) en Francia y Eric Fromm (1900-1980), el siquiatra marxista, en los Estados Unidos. El debate no está concluido.
El movimiento de Mayo del 68, protagonizado fundamentalmente por estudiantes, tuvo lugar en Europa hacia las postrimerías del auge económico del período de posguerra. Este movimiento puso de manifiesto las contradicciones entre un sistema capitalista próspero y los valores culturales de la libertad, la estética y la espiritualidad. En un cierto sentido la influencia del pensamiento de Federico Nietzsche (1844- 1900) se hizo sentir, con la introducción de otros elementos que la racionalidad pura (el sueño, lo dionisiaco). Se extendió a grupos sociales similares de todo el mundo, pero no logró llegar a las raíces de lo que era, de hecho, una “modernidad vulnerada”. Se había despejado el camino en Occidente para el despliegue de la posmodernidad en sus versiones radical y moderada. La primera rechazaba todos los aspectos estructurales de la realidad, y se convirtió en la mejor compañera ideológica del neoliberalismo. La segunda contribuyó de diversas maneras a formular un enfoque crítico sobre la modernidad occidental asociada con la hegemonía global del capitalismo.
- Las reacciones en la periferia del capitalismo central
En toda la periferia del capitalismo mundial se desarrollaron procesos críticos similares, según las diferentes condiciones de cada lugar, pero fue progresivo. Al principio se produjo una verdadera fascinación con una economía capaz de producir bienes y servicios como nunca antes, lo que creaba nuevas oportunidades para que las élites sociales y gobernantes locales reprodujeran su hegemonía social, e incluso para que se sumaran a ellas algunos individuos inteligentes y dinámicos de los estratos más bajos de la sociedad. Era la modernidad (en la India, el brown sahib), que entre los intelectuales, se vio acompañada por un buen conocimiento de los elementos culturales de la filosofía, el arte y la literatura occidentales. El filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría la ha llamado “la modernidad de lo barroco” (Bolívar Ercheverría, 1999). También tuvo repercusiones en el terreno político, con la adopción de nuevas formaciones políticas, como la de Sun Yatsen (1866-1925) –considerado el padre de la China moderna-, a inicios del siglo XX en ese país. Iniciativas de modernización política y social similares surgieron en casi todos los países asiáticos, como el Congreso Nacional de la India, fundado en fecha tan temprana como 1885; la Liga Awami (1949) en Bangladesh; el Partido Nacional Unido (1946) y el Partido de la Libertad (1951) en Sri Lanka; el Soka Gakkai (1930) en Japón y, tras la independencia, en muchos países africanos.
Pero simultáneamente, la destrucción de estructuras sociales y culturales previas también provocó reacciones. En muchas sociedades se realizaron esfuerzos intelectuales para reconciliar la modernidad occidental con los valores tradiciones. Ese fue el caso de la India, por ejemplo, de Vivekananda (1863-1902) y de Sri Aurobindo (1872-1950). Sin embargo, todos ellos aceptaban implícitamente la superioridad de Occidente. Similar orientación puede encontrarse en las grandes culturas y religiones orientales; en la tradición budista hanayana de Sri Lanka o en las diversas formas de budismo mahayana de China y Vietnam, e incluso en el budismo tántrico del Tíbet. El confucianismo ha sufrido muchas adaptaciones sutiles a la modernidad occidental, hasta el punto de poner en jaque la singularidad del papel de la ética protestante como promotora del espíritu del capitalismo. En el mundo islámico de los países árabes y de Irán, Paquistán e Indonesia, se aprecian tendencias similares.
En otros casos, el énfasis se ha puesto en la capacidad de resistencia de las culturas no occidentales a la penetración de la colonización mental que ha acompañado a la dominación económica y política. Tolstoi (1828-1910) y muchos otros intelectuales rusos, junto a innumerables movimientos religiosos y campesinos, son ejemplos de tal reacción. En la India, Gandhi (1869-1948) promovió un regreso a formas tradicionales de vida y, a la vez, un renacimiento de la ahimsa (respeto por la vida) como un instrumento para la acción política (la no violencia). En África, el concepto de negritud propuesto por Leopold Senghor (1906-2001) para reconstruir la identidad africana era una manifestación de la misma tendencia. Franz Fanon (1925-1961) fue aún más allá con su denuncia de la devastación cultural producida por el colonialismo como resultado de la lógica del capitalismo.
En Irán, la obra del filósofo y sociólogo Ali Shariati (1933-1977) abogaba por una nueva lectura del Islam asociada con una crítica al capitalismo. Shariati había sido amigo de Franz Fanon y estaba influenciado por el egipcio Jodat al-Shahhar. Murió muy joven, probablemente asesinado por la policía secreta del sha. El ingeniero sudanés Mahmoud Mohamed Taha (1909-1985) fundó un partido de orientación socialista y propuso una nueva interpretación del Corán Mahmoud Mahomed Taha, 2002). Fue ahorcado en Jartum por sus ideas sociales y religiosas no convencionales. En la India, el filósofo y sociólogo Ashis Nandy (1937-…), inspirado en Rabindranath Tagore, propuso construir un nuevo proyecto social a partir del contexto histórico y cultural del país a fin de promover una liberación colectiva del neoliberalismo opuesta a hindutva (el nacionalismo indio). También en la India, estudiosos marxistas de Kerala (Namboodiripad) y Bengala Occidental (Bagshi) elaboraron posiciones más radicales, aunque en ocasiones menos relacionadas con las raíces culturales históricas del país.
En América Latina, el reavivamiento de los pueblos indígenas a fines del siglo XX le planteó un fuerte desafío a la modernidad occidental. Para ellos, ésta había significado quinientos años de opresión y destrucción cultural. Se recuperaron conceptos como los de Sumak Kawzay (quechua) y Suma Qamaña (aymara), que significan buen vivir, para expresar la necesidad de establecer una armonía entre la “madre tierra” y los seres humanos, entre las comunidades y el bienestar personal. La base fundamental de esa visión del mundo es un abordaje holístico de la realidad ante las dramáticas consecuencias de la modernidad capitalista.
También en América Latina, la filosofía de la liberación y la teología de la liberación (Enrique Dussel (1998) elaboraron posiciones críticas sobre el sistema capitalista, al que consideraron “periférico” y dependiente en el subcontinente. En fecha más reciente, ello ha conducido a una mayor conciencia sobre las dimensiones ecológicas de la modernidad y su destrucción de ecosistemas y del medio ambiente natural[3].
Uno de los filósofos marxistas que mejor ha abordado el tema ha sido el ya mencionado Bolívar Echeverría, quien estudió en Alemania y trabajó en la Universidad Nacional Autónoma de México. Inspirado en Walter Benjamin, habló sobre las “ilusiones de la modernidad” (Bolivar Etcheverría, 1994) debido a su absorción por el capitalismo. El resultado es que la crisis del capitalismo conduce a la crisis de la modernidad. Esta es una realidad global, porque la historia reciente ha consistido en “la modernidad capitalista y ‘europeizante’ del planeta” (Bolivar Etcheverría, 2010, 21)). Ha globalizado “la experiencia del mercado como lugar privilegiado de socialización”. Ello se explica porque el valor de uso, o “la real presencia de las cosas en el mundo […] depende de su existencia como valor económico” (Ibidem, 41).
Para Echeverría, el sistema de satisfacción de las necesidades construido por el capitalismo solo puede mantenerse gracias a un sistema de capacidades productivas que lesiona a la sociedad como un todo y agota sus bases naturales. Ese sistema social cínico, orientado por el incremento infinito de los beneficios del capital, no solo es resultado de un modo de producción, sino de toda una civilización (Ibidem, 40). Por tanto, la modernidad capitalista tiene que ser puesta en jaque, tanto intelectualmente como en la práctica, y el Sur es un lugar estratégico para librar esa lucha.
Todas esas experiencias que han tenido lugar en el Sur –y podrían añadirse muchas otras- evidencian la necesidad de un nuevo paradigma que se exprese de diversas maneras. Las revoluciones socialistas ocurridas en la periferia del sistema capitalista central han constituido un desafío para el imperialismo colonial y la organización específica de las relaciones sociales de producción de ese sistema económico. Han introducido una respuesta más universal a las necesidades sociales e individuales. Pero no han cambiado, a fondo, el concepto de modernidad como progreso lineal en un planeta supuestamente inagotable. No se han emancipado de una visión históricamente introducida por la lógica del capitalismo. Ahora que esa lógica nos conduce a una crisis fundamental e irreversible, la tarea principal debería ser la de concebir otra manera de desarrollar las fuerzas productivas: una manera que no tenga como base la destrucción ambiental y el sacrificio humano por la supremacía del valor de cambio, sino que responda a las necesidades sociales y a la regeneración de la madre-tierra.
Ha llegado el momento de cambiar de perspectivas. En La gran transformación, Karl Polanyi (1886-1964) demostró con suma efectividad que el capitalismo desarticulaba la economía del conjunto de la sociedad y luego imponía su ley (la ley del valor) como la forma básica de organización y funcionamiento de la sociedad. Hay que reinsertar la economía en la sociedad como un todo, incluidas sus relaciones con la naturaleza (Karl Polanyi, 2001). Si de eso se trata el socialismo, entonces, es más que un cambio de las relaciones sociales de producción. Exige un cambio en la visión del mundo. Esto es mucho más que una regulación del sistema capitalista o la adaptación de la lógica del mercado para que responda a nuevas exigencias ecológicas y sociales. Necesitamos un cambio de paradigma, un nuevo acercamiento holístico a la realidad.
Es por eso que el neo-keynesianismo, o las propuestas de la Comisión Stiglitz sobre la crisis monetaria y financiera (Joseph Stglitz, 2010), o las soluciones sumamente parciales propuestas por Thomas Piketty, para reducir las distancias sociales sin una lucha de clases (Thomas Picketti, 2014), así como la llamada “economía de mercado social”, son respuestas insatisfactorias. Puede que inspiren algunas medidas para la transición, pero solo a condición de que estén guiadas por otra concepción de la vida colectiva de la humanidad en el planeta, y ello supone una reconstrucción del imaginario entorno a la modernidad.
- UN PARADIGMA CENTRADO SOBRE LA REPRODUCCIÓN DE LA VIDA
La modernidad post-capitalista parte de una visión holística en la cual la reproducción de la vida humana depende de la reproducción de la vida natural. Como se escribe en un libro colectivo (François Houtart et al., 2016) “La modernidad post-capitalista no pretende tomar una posición antropocéntrica sino conectar los ciclos de vida natural con aquellos de la vida de la especie humana a través del tiempo. La economía en la modernidad post-capitalista exige por lo tanto no sólo una nueva vinculación de la economía formal con la sustantiva, sino además la supeditación de la primera a la segunda. Lo anterior implica dirigir la política económica y hacer la contabilidad social desde el punto de vista del contenido. Este nuevo punto de vista implica enfocar las políticas bajo la óptica de la reproducción de la vida concreta, en vez de enfocar la reproducción del dinero como capital”.
Por eso se propone el concepto de Bien Común de la Humanidad, como paradigma de vida, lo que fue desarrollado en un libro publicado por el Instituto de Altos Estudios Nacionales de Quito (François Houtart, 2015). Basado sobre los cuatro ejes fundamentales de la vida colectiva en el planeta: relación con la naturaleza, construcción de la base material de la vida, organización colectiva y cultura, esta noción va más allá que la reconquista de los bienes comunes y que el concepto clásico del bien común. Sin embargo los incluye.
Para aplicar este paradigma alternativo al del capitalismo, se trata de elaborar su aplicación a los cuatro ejes citados. Como pasar de la explotación de la naturaleza como un recurso natural al respeto de la madre-tierra como fuente de toda vida, física, cultural, espiritual En segundo lugar, ¿como pasar de la prioridad del valor de cambio al predominio del valor de uso? En tercera instancia, como generalizar los procesos democráticos en todas las instituciones y relaciones sociales? Y finalmente como crear la interculturalidad? Propuestas concretas, basadas sobre experiencias existentes, que permiten decir que este paradigma no es una utopía en el sentido de una ilusión. La cuestión de fondo es como definir las transiciones, porque el capitalismo, a pesar de su crisis sistémica, no va desaparecer mañana. Se trata de una lucha social a largo plazo.
Dentro de este proceso se inscribe la redefinición de la modernidad, no en el sentido del pos-modernismo contemporáneo en filosofía y en ciencias sociales, sino dentro de una visión holística y una definición de las transiciones. Podemos ahora entrar en más precisiones.
- Otras relaciones con la naturaleza
La afirmación de una nueva concepción de las relaciones con la naturaleza, conlleva muchas consecuencias prácticas. Citaremos algunas de ellas a título de ejemplos, reagrupándolas en tres partes: las prohibiciones o limitaciones, las iniciativas positivas y lo que eso implica para una política de relaciones exteriores.
En la primera perspectiva, la aplicación consiste en no aceptar la propiedad privada de lo que se llama ‚los recursos naturales‛, es decir los minerales, las energías fósiles, las selvas. Se trata de un patrimonio común de la humanidad que no puede ser apropiado por individuos y corporaciones, siguiendo la lógica de la economía de mercado capitalista, es decir en función de intereses privados ignorando las externalidades y orientados por la maximización de la ganancia. Un primer paso en una transición consiste en la recuperación de la soberanía de los Estados sobre sus riquezas naturales, pero aún eso no asegura el resultado esperado de una buena relación con la naturaleza. Empresas nacionales actúan a menudo dentro de la misma lógica y en este sentido, la soberanía estatal tendría que integrar la filosofía del respeto en vez de la explotación. La internacionalización de este sector sería el paso ulterior, condicionado sin embargo por una real democratización de las instituciones de esta índole (las Naciones Unidas y sus órganos), que en muchos casos están bajo la influencia de los poderes hegemónicos políticos y económicos. Dentro de esta misma perspectiva la exigencia de introducir los costos ecológicos de toda actividad humana en los cálculos económicos permitiría reducir estos últimos y contrariar la racionalidad instrumental excluyendo las externalidades, que fue unas de las bases del carácter destructivo del capitalismo.
Otro aspecto es el rechazo de la mercantilización de los elementos necesarios a la reproducción de la vida, como el agua y las semillas. Son bienes comunes que deben salir de la lógica de la mercancía y entrar en una perspectiva de gestión común según varias modalidades, que no implican necesariamente la estatización, sino el control colectivo. De manera todavía más concreta, este principio implicaría poner fin a los monocultivos que preparan las regiones inhabitables del futuro, en particular en materias de alimentos para el ganado y de agro-combustibles. Una tasa sobre los kilómetros recorridos por los productos industriales o agrícolas permitiría reducir tanto el uso de energía como la contaminación de los mares. Otras medidas similares podrían ser también pensadas. De manera positiva, las reservas de biodiversidad tendrían que de ser extendidas a más territorios.
La promoción de la agricultura orgánica haría parte de este proyecto, como el mejoramiento de la agricultura campesina, más eficaz a largo plazo que la agricultura productivista capitalista (Olivier De Schutter, 2011). Exigir una prolongación de la esperanza de vida de todos los productos industriales permitiría un ahorro de materias primas, de energía y una disminución de la producción de gases a efectos invernaderos (Wim Dierckxsens, 2011).
Finalmente en el orden de la política internacional, la lucha contra las orientaciones de base de las instituciones financieras que contradicen el principio del respeto de la naturaleza comporta un gran número de capítulos. Se trata del Banco mundial, del Fondo monetario internacional, de los Bancos regionales y también de la regulación de la Banca privada, tan poderosa en este tiempo de financierización de la economía mundial. Las orientaciones de la OMC a favor de la liberalización del comercio mundial, también tienen sus vertientes ecológicas, porque ella se realiza en mayor parte dentro de la ignorancia de las externalidades. Países miembros de esta organización internacional tienen una gran responsabilidad en este sector y alianzas entre naciones ecológicamente conscientes podría influir sobre las decisiones.
La promoción de convenciones internacionales es otro sector de gran importancia. Se puede citar a título de ejemplos, las convenciones sobre el clima (COP21 de Paris), la biodiversidad (Conferencias de Bonn y Nagoya), sobre la protección de las aguas (ríos y mares), sobre la pesca, sobre los deshechos (en particular nucleares) y varias otras. El grado de sensibilidad a esta dimensión de los nuevos paradigmas sería a la base de la eficacia internacional de los Estados progresistas y podría figurar a la agenda de su política exterior.
Entonces, la redefinición del Bien Común de la Humanidad en función de la relación con la naturaleza es una tarea esencial frente a los daños ecológicos y a sus consecuencias sobre la capacidad regeneradora del planeta como sobre el equilibrio climático. Eso es un hecho nuevo en la consciencia colectiva, pero lejos de haber ya sido compartido por todos los grupos humanos.
Las sociedades socialistas no integraron realmente esta dimensión en sus perspectivas y eso se comprueba todavía hoy en el espectacular desarrollo económico de un país como China que se realiza sin dar mucha atención, por lo menos inmediata, a las externalidades. En cambio, un socialismo del siglo XXI tendrá que integrar este elemento como central.
- La subordinación del valor de cambio al valor de uso
El cambio de paradigma en su relación con la economía consiste en privilegiar el valor de uso en vez del valor de cambio, como lo hace el capitalismo. Se habla de valor de uso cuando un bien o un servicio adquieren una utilidad para satisfacer las necesidades de la vida de uno. Ellos adquieren un valor de cambio cuando son el objeto de una transacción.
La característica de una economía mercantil es privilegiar el valor de cambio. Para el capitalismo, la forma más desarrollada de la producción mercantil, este último es el único valor‛. Un bien o un servicio que no se convierte en mercancía, no tiene valor, porque no contribuye a la acumulación del capital, fin y motor de la economía (M. Godelier, 1982). En esta perspectiva, el valor de uso es secundario y, como lo escribe István Mészarós, él puede adquirir el derecho a la existencia si se amolda a los imperativos del valor de cambio‛ (2008, 49). Aún se pueden producir bienes sin ninguna utilidad a condición de que sean pagados (la explosión de los gastos militares, por ejemplo, o los elefantes blancos de la cooperación internacional). Se crean necesidades artificiales (por la publicidad) (Wim Dierckxsens, 2011) o también se amplían los servicios financieros en burbujas especulativas. Al contrario, poner el acento sobre el valor de uso hace del mercado un servidor de las necesidades humanas.
De verdad, el concepto de necesidades es relativo. Cambia con las circunstancias históricas y el desarrollo de las fuerzas productivas. El principio es que todos los seres humanos tienen el derecho a satisfacer sus necesidades vitales. Es lo que la declaración Universal de los derechos Humanos afirma de manera enfática. Sin embargo, eso no se realiza en el abstracto, sino en circunstancias económicas, sociales y políticas bien determinadas. La relatividad no puede significar desigualdades injustas, los unos teniendo más necesidades que otros en función de su situación de clase, de género o de etnicidad. La satisfacción de las necesidades básicas tiene que ser definida por la comunidad a diversos niveles, dentro de un proceso democrático y por organismos competentes (parlamentos nacionales e internacionales, asambleas representativas). Es lo que se podría llamar el establecimiento de una economía moral, es decir sometida a imperativos éticos que contradicen la predominancia del valor de cambio en tanto que fuente de acumulación del capital y fin de la economía.
Eso no es posible sin poner en cuestión la propiedad privada de los principales medios de producción, lo que precisamente permite el ejercicio de un poder de decisión a favor de los detentores o de los gerentes de los bienes de capital y una subordinación del trabajo al capital, real (directamente por el salario) o formal (indirectamente por otros mecanismos, como políticas monetarias, déficits y deudas de los Estados, especulación sobre los precios de los alimentos y de la energía, privatizaciones de los servicios públicos, etc.)[4].
Es el control exclusivo del capital sobre el proceso de producción que también es al origen de la degradación del trabajo mismo (Jorge Beinstein, 2009, 21) y de la no valoración del trabajo de las mujeres, esencial, sin embargo, en la reproducción de la vida en todas sus dimensiones. De verdad, la estatización completa como contra-puesta al mercado total no es una solución satisfactoria, como las experiencias socialistas del pasado lo comprobaron. Existen una multitud de formas de control colectivo, desde las cooperativas hasta las asociaciones de ciudadanos. De ahí una definición totalmente diferente de la economía. No se trata más de producir un valor agregado en beneficio de los propietarios de los bienes de producción o del capital financiero, sino de la actividad colectiva destinada a asegurar las bases de la vida física, cultural y espiritual de todos los seres humanos en el planeta.
No se puede aceptar una economía mundial y nacional basada sobre la explotación del trabajo para maximizar la tasa de ganancia, ni una producción, de bienes y servicios destinados al 20% de la población mundial que tiene un poder de compra bastante elevado, dejando a los demás excluidos de la repartición, porque no producen un valor agregado y no disponen de ingresos suficientes. Redefinir la economía significa de esta forma, un cambio fundamental. Evidentemente privilegiar el valor de uso, lo que implica un desarrollo de las fuerzas productivas, debe realizarse de acuerdo con el primer fundamento, el respeto a la naturaleza y también con los dos otros que abordaremos más adelante, la a generalización de los procesos democráticos y la interculturalidad. No excluye los intercambios, necesarios también a satisfacer nuevos valores de uso, pero a condición de no crear desequilibrios en el acceso local a valores de uso y de incluir las externalidades en el proceso.
Crecimiento y desarrollo no son conceptos equivalentes. Es lo que los economistas neoclásicos y aún neo-keynesianos parecen olvidar. Se impuso la lógica de la acumulación como sola lógica del desarrollo. Una nueva reflexión ha tenido lugar con varias formas de expresión. Una de ella fue de retomar el concepto de los pueblos indígenas de América latina ‚ el buen vivir‛ (Sumak Kawsay) noción mucho más amplia y que implica no solamente lo contrario de un crecimiento como un fin en sí mismo, sino también la armonía con la naturaleza (Dania Quiroga, 2009, 105). Ya en los años 1960, el Club de Roma había propuesto el crecimiento cero, como solución, a lo que ya se percibía como una vía no sostenible.
En la Unión soviética de los años cincuenta, se publicó un libro bien original, titulado ‚Comunismo sin Crecimiento‛. La idea fue retomada de manera todavía más radical por Serge Latouche, en Francia, que lanzó, en los 1990, el concepto de Decrecimiento, lo que inspiró una serie de movimientos, principalmente en las clases medias de Europa, para reducir el consumo y respetar el entorno natural. Si el contenido es positivo y si es importante denunciar el mito pretendiendo que el crecimiento resolverá todos los problemas (Serge Latouche, 2010); la noción es bastante eurocéntrica y limitada a las clases del consumo. Parece bastante indecente predicar el decrecimiento a poblaciones africanas o aun a los empobrecidos de las sociedades industrializadas. Un concepto como el del Buen Vivir‛ tiene una connotación positiva y más amplia. En Buthan, bajo la influencia del budismo, es la noción de felicidad que fue adoptada oficialmente como meta política y social. Estos casos son tal vez pequeñas islas dentro del océano del mercado mundial, pero anuncian el desarrollo de una visión crítica del modelo contemporáneo, con una perspectiva netamente holística.
Desde un punto de vista negativo siempre, no se puede aceptar la prioridad del capital financiero y por eso se debe abolir los paraísos fiscales en todas sus modalidades, tanto como el secreto bancario, dos instrumentos poderosos de la lucha de clases. También establecer una tasa sobre los flujos financieros internacionales (tasa Tobin) podría reducir el poder del capital financiero. Las ‚deudas odiosas‛ deben ser denunciadas después de audits, como se hizo en el Ecuador. No se puede admitir la especulación sobre los alimentos y la energía. Una tasa sobre los kilómetros recogidos por los bienes industriales o agrícolas permitiría reducir los gastos ecológicos de transporte y el abuso de las ‚ventajas comparativas‛. Alargar la ‚esperanza de vida‛ de los productos industrializados permitiría un gran ahorro de materias primas y de energía disminuiría la ganancia artificial del capital solamente por la rapidez de su rotación (Wim Dierckxsens, 2011).
Existen dimensiones positivas. Así, privilegiar el valor de uso sobre el valor de cambio significa también redescubrir el territorio. La globalización hizo olvidar la proximidad para favorecer los intercambios globales, ignorando las externalidades y dando la prioridad al capital financiero el más globalizado de los elementos de la economía por su carácter virtual. El territorio como espacio de actividad económica, pero también de responsabilidad política y de intercambio cultural es el lugar de otra racionalidad. No se trata de reducirlo a la pequeña dimensión, sino de reflexionar en términos de multi-dimensionalidad, donde cada elemento, desde la unidad local hasta el globo tiene su función, sin hundir la una en la otra.
De allí los conceptos de soberanía alimentaria y de soberanía energética, que significan que los intercambios son sometidos a un principio superior, la satisfacción de las necesidades a la dimensión del territorio. En la perspectiva del capitalismo, la ley del valor impone la prioridad de la mercantilización y por eso se privilegian, por ejemplo, los cultivos de exportación sobre la producción de alimentos para el consumo local. El concepto de seguridad alimentaria no basta, porque puede ser asegurado por intercambios basados sobre la destrucción de las economías locales, la sobre-especialización de ciertos territorios y la globalización del transporte, gran consumidor de energía y contaminador del entorno.
En la misma línea la regionalización de las economías a la escala mundial es un paso transicional favorable, para desvincularse de un centro capitalista que transforma el resto del mundo en periferias (aún emergentes). Eso vale para los intercambios, como para el sistema monetario, redibujando así un modelo globalizador. Eso nos lleva a las medidas concretas, que son numerosas y de las cuales daremos solamente algunos ejemplos.
Se puede dar muchos otros ejemplos también. La economía social y solidaria se construye sobre otras bases lógicas que las del capitalismo. De verdad está todavía marginal frente a la inmensa concentración del capital oligopólico, pero es posible incentivar varias de sus formas. Lo mismo vale para las cooperativas y el crédito popular. Deben ser protegidas contra su destrucción o su absorción por el sistema dominante. Por su parte, las iniciativas económicas regionales son medios favorables a una trasformación de la lógica económica a condición de no ser simplemente una adaptación del sistema a nuevas técnicas de producción y así servir de instrumento de integración de las economías nacionales en un conjunto capitalista de nivel superior. La restauración de los bienes comunes privatizados por el neo-liberalismo es una vía fundamental en muchos dominios: servicios públicos como el agua, la energía, los trasportes, las comunicaciones, la salud, la educación, la cultura, todo lo que ahora entra en el ‚sistema de necesidades/capacidades‛). Como lo hemos dicho, eso no significa necesariamente la estatización (necesaria en varios casos) sino el establecimiento de muchas formas de control público y ciudadano sobre estas producciones y distribuciones. Redefinir el ‚Bien Común de la Humanidad‛ en función de otra definición de la economía es así una tarea necesaria, frente a la destrucción del patrimonio común, como resultado del olvido de la dimensión colectiva de la producción de la vida y de la exclusividad del individualismo.
- La generalización de los procesos democraticos
Un tercer eje en la revisión de los fundamentos de la vida colectiva, en función del nuevo paradigma del Bien Común de la Humanidad está constituido por una generalización de la democracia, no solamente aplicada al sector político, sino también al sistema económico, en las relaciones entre hombres y mujeres, y en todas las instituciones. En otras palabras, la democracia formal, a menudo utilizada como una manera de establecer una igualdad artificial, reproduciendo de hecho desequilibrios sociales no reconocidos, debe transformarse en la formulación política de la solidaridad. Eso implica, en particular, una revisión del concepto del Estado y una reivindicación de los derechos humanos en todas sus dimensiones, individuales y colectivas. Se trata de hacer de cada ser humano, sin distinción de raza, de sexo, de clase, un sujeto de la construcción social y así de revalorizar la subjetividad (Franz Hinkelammert, 2005). La concepción del Estado es bastante central en este dominio.
El modelo de Estado centralizado, borrando todas las diferencias para construir ciudadanos en principio iguales, no basta para llegar a una verdadera democracia. Sin duda fue un paso adelante frente a las estructuras políticas del Antiguo régimen europeo. Hoy día no solamente se debe tener en cuenta las oposiciones de clases que permiten a una o a una coalición de estas, apodarse de los aparatos del Estado para establecer la dominación de sus intereses, sino también las varias nacionalidades que constituyen un territorio y que tienen el derecho de reivindicar sus culturas, sus referencias territoriales, sus instituciones sociales. No se trata de caer en un comunitarismo debilitando el Estado, como en ciertos países europeos de la era neoliberal, ni de regresar a un pasado romántico, como ciertos movimientos político-religiosos, ni de aceptar sin crítica el neo-anarquismo de ciertas protestas legítimas y masivas, ni de caer en la trampa de los poderes económicos (empresas transnacionales o instituciones financieras internacionales) que prefieren negociar con entidades locales de pequeña dimensión. El objetivo es llegar a un equilibrio entre estas diversas dimensiones de la vida colectiva, internacionales, regionales, locales, reconociendo su existencia e instaurando mecanismos de participación.
El papel del Estado no puede ser concebido sin tener en cuenta la situación de los grupos sociales los más marginalizados, los campesinos sin tierra, las castas inferiores y los dalits (fuera de castas) ignorados desde hace milenios, los pueblos indígenas de América y los afro-descendientes excluidos desde hace más de 500 años y en estos grupos, las mujeres a menudo doblemente marginalizadas. Procesos jurídicos, aún constitucionales, no bastan para cambiar la situación, aún si son útiles. El racismo y los prejuicios no desaparecen rápidamente en ninguna sociedad. En este sector el factor cultural tiene una importancia grande y puede ser el objeto de iniciativas específicas. Las políticas sociales, de protección contra las agresiones del mercado total y permitiendo la satisfacción de las necesidades de base, constituyen un paso importante de la transición, a condición de no ser solamente asistencialistas y desvinculadas de reformas estructurales. Políticas fiscales juegan un papel central en este dominio para ofrecer soluciones estructurales.
La generalización de los procesos democráticos vale también para el diálogo entre las instancias políticas y los movimientos sociales. La organización de instancias de consulta y de diálogo pertenece a la misma concepción, respetando la autonomía mutual. El proyecto de un Consejo de movimientos sociales en la arquitectura general del ALBA es una tentativa original en este sentido. El concepto de sociedad civil a menudo utilizado a este propósito no deja de ser ambiguo, porque ella es también el lugar de las luchas de clases: existen en realidad una sociedad civil de abajo y una de arriba y la utilización no calificada del término, permite muchas veces crear la confusión y presentar soluciones sociales que ignoran las diferencias de clases[5]. Por otra parte, formas de democracia participativa, como se encuentran en varios países latino-americanos entran también la misma lógica de democracia generalizada. Una independencia real de los diversos poderes ejecutivo, legislativo y judicial es una garantía de funcionamiento democrático normal.
Un Estado democrático debe ser también laico, es decir sin la intervención de instituciones religiosas mayoritarias o no, en los órganos de poder del Estado. Al mismo tiempo es la base de la libertad religiosa. Eso no significa un Estado laicista, no reconociendo la dimensión pública del factor religioso (la dimensión ética social de la Teología de la Liberación, por ejemplo) ni tampoco, como eso fue el caso en países del ‚socialismo real‛, estableciendo el ateísmo como casi-religión de Estado. Otras instituciones son concernidas por el mismo principio. Nada menos democrático que el sistema económico capitalista, con la concentración del poder de decisión en pocas manos. Lo mismo vale para los medios de comunicación social y se aplica también a todas las instituciones sociales, sindicales, culturales, deportivas, religiosas.
Asociada con los procesos democráticos, está evidentemente la noción de no-violencia. Los conflictos tienen resolverse en las comunidades humanas, desde la familia hasta el orden internacional, vía mecanismos no-violentos adecuados, formales o informales, de resolución. Se debe distinguir entre ejercer la fuerza y utilizar la violencia. El concepto de ‚violencia legítima‛ utilizado por el sociólogo alemán Max Weber, es peligroso, porque llega a una justificación fácil, por ejemplo, de guerras recientes, como en Irak, en Afganistán o en Libia. Sin embargo, si la no-violencia es el principio, lo deseable y deseado, la situación real es la de un mundo violento. Las razones son casi siempre la búsqueda de una hegemonía económica o política. En la historia moderna, la reproducción del capitalismo como sistema ha sido un factor prepotente, tanto para la acumulación del capital interno (el complexo militaro-industrial), como para asegurar el predominio de una nación sobre otra, como finalmente por el control de los recursos naturales (petróleo y metales estratégicos).
Los argumentos culturales y religiosos han sido generalmente, de manera consciente o no, legitimaciones ideológicas capaces de motivar pueblos y muchedumbres, en conflictos de naturaleza económica o política. Fueron también armas inmateriales de grupos oprimidos buscando la justicia. Así, como las dictaduras, las guerras son el fracaso de la democracia y significan una ruptura de la búsqueda del Bien Común de la Humanidad. Hoy día, con las tecnologías de muerte disponibles, no existen más guerras justas, sino las resistencias populares de los pueblos que se revelan, cuando toda salida democrática ha sido excluida. Solamente un análisis socio-político completo e histórico holístico puede dar cuenta de esta situación.
Políticas concretas tanto negativas como positivas resultan de estos principios. Dispositivos para luchar contra el racismo o la discriminación de sexo en varias materias entran en esta orientación. Lo mismo vale para los medios de comunicación de masa, prohibiendo, por ejemplo, su propiedad al capital financiero. Reglas de funcionamiento democrático (igualdad de los sexos, alternancias en los cargos, etc.) podrían constituir condiciones de reconocimiento público (y eventualmente de subsidio) de instituciones no estatales, como partidos políticos, organizaciones sociales, ONG e instituciones culturales y religiosas.
Para la política internacional, las aplicaciones son múltiples. Se piensa evidentemente a la ONU, donde varios componentes, a empezar por el Consejo de Seguridad, son muy poco democráticos. Lo mismo vale por los órganos de Bretton Woods, en particular el Banco mundial y el Fondo monetario internacional. Apoyar los esfuerzos en este sentido puede ser una prioridad para los gobiernos de la periferia. El funcionamiento informal, pero con grandes poderes reales, del G8 o aún del G20, deben ser cuestionados. Las Cortes de Justicia para el respeto de los Derechos humanos, que son órganos deseables, tienen ser sometidos a las mismas normas de democracia y nuevos campos de aplicación, como los crimines económicos, las deudas odiosas y los daños a la naturaleza tendrán de ser promovidos.
Todas las nuevas instituciones regionales latinoamericanas, como el Banco del Sur, la moneda regional (el Sucre), el Alba serán objetos de una atención particular en el sentido de generalización de la democracia y lo mismo vale para los otros continentes. La destrucción de la democracia por el capitalismo, especialmente en su fase neo-liberal, ha sido tal que las sociedades, a todos los niveles, se organizan en función de las ventajas de una minoría, provocando un grado de desigualdad en el mundo, nunca visto antes en la historia humana. Restablecer un funcionamiento democrático como paradigma universal constituye entonces un pilar del Bien Común de la Humanidad.
- La interculturalidad
Dar a todos los saberes, todas las culturas, las filosofías, las espiritualidades, la posibilidad de contribuir al Bien Común de la Humanidad, es el objetivo de la revisión de este fundamento cultural. Eso no puede ser el papel exclusivo de la cultura occidental que en realidad está actualmente identificada con la concepción del desarrollo, eliminando o marginalizando todas las otras perspectivas. Se debe descolonizar el imaginario, porque, como lo escribe Orlando Nuñez, “los valores culturales dominantes son los valores de la clase dominante” (Orlando Nuñez, 2015, 436). Eso implica tanto la lectura de la realidad, su interpretación o su anticipación como la ética necesaria a la elaboración del Bien Común de la Humanidad, la dimensión afectiva necesaria a la auto-implicación de los actores y las expresiones estéticas y prácticas. La pluriculturalidad integra, por supuesto, la adopción de las nuevas orientaciones de los tres otros fundamentos, sobre la relación con la naturaleza, la producción de las bases de la vida y la organización democrática generalizada. Ella es también importante para la trasmisión de las ideas y valores en los pueblos. Hablar en el lenguaje de cada uno y expresarse en términos culturalmente comprensibles es una exigencia de la democracia.
Sin embargo, no basta la multiculturalidad. Se trata de la promoción de una interculturalidad abierta, es decir de culturas en diálogo, con posibles intercambios. Las culturas no son objetos de museo, sino elementos vivos de una sociedad. Las migraciones internas y externas, vinculadas con el desarrollo de los medios de comunicación, son factores de muchos cambios culturales, evidentemente no todos deseados. Para existir las culturas necesitan bases y medios materiales, como un territorio de referencia (bajo diversas modalidades), medios de educación y de comunicación, expresiones diversas como fiestas, peregrinajes, rituales, agentes religiosos, edificios, etc.
Eso nos lleva a los aspectos prácticos, como la organización del Estado pluricultural, lo que en países como Bolivia o el Ecuador se ha traducido en las constituciones por Estados plurinacionales, no sin dificultades de aplicación del concepto en la práctica. La idea central es la obligación del Estado de garantizar las bases de la reproducción cultural de pueblos diferentes y en particular asegurar su defensa contra las agresiones de la modernidad económica y de la hegemonía cultural. Por eso, la educación bilingüe es un instrumento privilegiado. Pero la noción de interculturalidad debe tener también un impacto sobre la educación general, como la enseñanza de la historia y la trasformación de una filosofía educacional orientada por la lógica del mercado. También instancias éticas deben tener la posibilidad de expresarse, como organismos de Defensa de los Derechos humanos, observatorios de diversos tipos, instituciones religiosas.
La cultura incluye una dimensión espiritual, propia del ser humano, que lo lleva más allá de lo cotidiano. Este tema es central en un tiempo de crisis de civilización. Existe en el mundo entero una búsqueda de sentido, por la necesidad de redefinir las metas mismas de la vida. La espiritualidad es la fuerza que transciende la materia y da a esta un sentido. Las fuentes de espiritualidad son numerosas y se sitúan siempre al interior de un contexto social y ellas no pueden existir sin una base física y biológica. El ser humano es uno: su espiritualidad presupone la materia y su materialidad no tiene sentido sin el espíritu. Una visión culturalista de la espiritualidad, ignorando la materialidad del ser humano, es decir el cuerpo para el individuo y la realidad económico-política para la sociedad, es una desviación conceptual, llevando al reduccionismo (la cultura como único factor de cambio) o a la alienación (la ignorancia de las estructuras sociales). La espiritualidad, sin o con una referencia a un sobrenatural, da un sentido a la vida humana en el planeta. Su traducción concreta está condicionada por las relaciones sociales de cada sociedad, pero al mismo tiempo ella puede dar una orientación a estas últimas. Un cambio de paradigma no se realizara sin espiritualidad, según múltiples caminos y numerosas expresiones.
La visión del mundo, la lectura de la realidad y su análisis, la elaboración de los conocimientos, la ética de la construcción social y política, las expresiones estéticas y la auto-implicación de los actores, son partes esenciales de la elaboración de alternativas al modelo de desarrollo capitalista y de la civilización que este último trasmite. Ellas forman parte de todas las orientaciones nuevas de los fundamentos en función del paradigma alternativo, tanto de la relación con la naturaleza, como de la producción de las bases de la vida y de la redefinición de la economía y finalmente de la manera de concebir la organización colectiva y política de las sociedades. Pueden en sus diversidades contribuir al cambio necesario a la supervivencia de la humanidad y del planeta, a la definición del nuevo paradigma del Bien Común de la Humanidad.
Eso es lo esencial de la construcción de una nueva modernidad. Encontramos sus bases en el pensamiento como en las prácticas y debemos continuar a elaborarla como concepto. Sin embargo, se trata también de una praxis, lo que exige que se planteen formas de transición y también interrogarse sobre los actores capaces de llevar estas iniciativas hacia sus traducciones sociales y políticas. Se trata de una tarea esencial en tiempos de reactivación mundial del neo-liberalismo y cuando el modelo neo-desarrollista ha mostrado sus límites.
- Profesor al Instituto de Altos estudios Nacionales (IAEN), Quito.
La Habana, 26 de Enero, 2016.
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[1] Este texto fue parcialmente publicado en la revista Casa de las Américas, N° 277 (octubre-diciembre 2014), 12-24.
[2] Se trata de una tesis de doctorado presentada a la Universidad de Valencia y que hemos utilizado para varias de las referencias a autores del pasado.
[3] En particular, la obra del teólogo brasileño Leonardo Boff.
[4] Se estima que el 70 % del trabajo en el mundo es informal, lo que dificulta la organización de los trabajadores por Cuenta propia (CTCP-FNT), afiliada a la Federación Nacional de los trabajadores de Nicaragua (FNT) y a Streetnet Internacional (Orlando Núñez, 2011).
[5] En un barrio pobre de Bogotá, había hace algunos años una inscripción sobre una pared “Nosotros también tenemos Derechos Humanos”.