Por Raffaella Bollini
[English] En los últimos días los medios de comunicación han destacado un reciente descubrimiento: en contra de lo que se creyó durante mucho tiempo, las mujeres neandertales eran cazadoras al igual que los hombres, y artistas.
Vuelve la antigua y cada vez más acuciante pregunta: ¿cuándo empezó el ser humano a construir la jerarquía que rige el mundo, la que pone al hombre por encima de la mujer, al hombre dominante por encima del dominado, al ser humano por encima de la naturaleza? ¿De dónde procede nuestro afán destructivo de poder y dominación que nos lleva directamente al ecocidio y al suicidio?
Los estudiosos discuten sobre cuándo ocurrió esto, pero una cosa podemos decir con certeza: somos los únicos seres vivos que hemos podido y querido negarnos a formar parte de la cadena de la vida que une a todos los seres vivos del planeta: en lugar de formar parte de ella y aceptar ser un eslabón, la hemos puesto a nuestro servicio.
Los sofisticados y complejos mecanismos del planeta están orientados a la reproducción de la propia vida y del equilibrio que la permite. Hemos repudiado este equilibrio.
A lo largo de la historia, la naturaleza se ha vuelto funcional sólo para nuestra especie. Se convirtió en una cosa y luego en una mercancía: inanimada, intercambiable y vendible, propiedad de los humanos o, mejor, de los más fuertes.
Nos hemos apartado de la cadena y el equilibrio de la vida y hemos realizado un acto de dominación disruptivo. Dominación de los humanos sobre la naturaleza y otros humanos. Dominación sobre las mujeres, que tienen tanto poder en la naturaleza.
El poder, la separación de las formas de vida, el patriarcado y la construcción de una jerarquía funcional a la dominación van juntos y de la mano, en la historia de toda la historia la humanidad, mucho antes del sistema capitalista. Con excepciones y resistencias, por supuesto, incluso grandes, pero todas derrotadas.
En la era moderna, esto se ha radicalizado durante las transiciones del capitalismo mercantil a la industrialización, a la globalización neoliberal, y también en las experiencias socialistas que se han convertido en gobierno y estado.
Ahora, hemos llegado a una encrucijada en la historia de la humanidad en la tierra: podemos seguir el camino que nos trajo hasta aquí, creyéndonos los dueños del mundo, continuando a serrar la rama en la que estamos sentados.
Podemos seguir así, permitiendo que la lógica de la dominación no reconozca el valor de la vida, ni de la naturaleza ni de la mayoría de la especie humana, con el pico de desigualdad y exclusión cada día más extremo.
O cambiar de rumbo, cuestionando el sentido de nuestro ser en el mundo de forma profunda y total. La pandemia nos ha dicho que, por mucho que hayamos intentado salir de ella, seguimos siendo sólo un componente de la cadena de la vida en el planeta, y que dependemos de la salud de la vida del planeta. Nos dijo que somos interdependientes: para estar seguros, toda la vida del planeta debe estar segura.
Por eso el paradigma del cuidado es verdadero y absolutamente revolucionario. Restablece la primacía absoluta de la reproducción física y social de la vida en la tierra sobre la producción de bienes. Volver a poner en el centro el cuidado de toda la vida y las relaciones que la unen, en lugar de la dominación. Romper las jerarquías y reconstruir la unidad y la interdependencia entre el destino de los humanos, de todos los seres vivos, de la tierra y del planeta.
El paradigma del cuidado nos devuelve al lugar al que pertenecemos, dentro de la cadena de la vida y dentro de la dimensión de la comunidad, que está formada por los seres humanos, los seres vivos no humanos, los elementos naturales -agua dulce, tierra, mar, vegetación-, así como por las identidades y culturas producidas por la interrelación entre todos estos elementos.
Salva a las mujeres de la condena del cuidado, porque toda la sociedad se ocupa de cuidar a nosotros mismos, a los demás y al planeta. Si somos capaces de imponer esta revolución, se nos ofrece una salida a la cultura del exterminio.
El paradigma del cuidado es revolucionario y por tanto no se impondrá sin conflicto. Pero es el único conflicto que vale la pena practicar. Desde luego, no será fácil.
En la época del colapso climático, el tiempo para el cambio necesario no es infinito. El compromiso de acelerarlo forma parte de la responsabilidad histórica de esta generación, a diferencia de las anteriores.
Y ahora también somos conscientes de que los medios deben ser adecuados a los fines y, por tanto, las formas de lucha no pueden incluir formas de dominación y opresión. Entonces, ¿cómo conciliar los largos plazos de la democracia con la urgencia del cambio radical necesario? Este es el gran dilema de estos tiempos sin precedentes.
Ciertamente, hay que reinsertar a la fuerza otros saberes en el pensamiento político, negando el monopolio del pensamiento económico, y reconstruir un pensamiento holístico que incluya la historia, la antropología, la etología, la biología, la psicología, los saberes educativos y relacionales, el pensamiento feminista y ecofeminista.
Hay que recuperar para la política las esferas de la ética, las emociones, los sentimientos y la espiritualidad, porque nosotros y la naturaleza no somos sólo materia y la búsqueda de sentido no es comprimible. Necesitamos un pensamiento y unas prácticas no occidentales, periféricas, ancestrales y originales, porque debemos tener el valor de descolonizar nuestro pensamiento.
Necesitamos dar un mayor valor cultural y dimensión política a todas las prácticas sociales, relacionales, productivas que cuidan y se ocupan del mundo, del planeta, de los bienes comunes, de la sociedad enferma, de los excluidos. Y para que las prácticas alternativas y de autogestión asuman, y sean reconocidas, en su valor constituyente de una nueva sociedad.
Hay que remendar todos los hilos que componen el tejido de la vida natural y social del que forma parte cada individualidad, devolviendo el sentido a nuestro ser en el mundo, reuniendo la falsa separación de las necesidades individuales y las colectivas, reuniendo el yo con el nosotros.
Interdependencia en lugar de pretendida autosuficiencia. Seguridad humana, social y ecológica en lugar de seguridad egoísta y excluyente. Amor en lugar de odio. Y la diferencia como base de una plena igualdad y no homologación. Es una verdadera revolución, profunda, anti jerárquica y antiautoritaria, la del cuidado. Y puede salvarnos.
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