El uso de agroquímicos en el mundo y particularmente en Sudamérica corresponde a un extenso y complejo proceso de reestructuración de una importante parte de los sistemas agrarios. Esta reestructuración no se puede entender meramente como el devenir del proceso de “modernización” de la agricultura, sino más bien como resultado directo de la implementación de un modelo económico y productivo específico, así como la imposición de un paradigma de desarrollo, impulsado desde los estados y las empresas privadas. Bajo esta premisa, en esta publicación hemos intentado mostrar la relación existente entre el uso de agroquímicos con el predominio de este modelo bajo las diferentes etapas de la Revolución Verde.
Desde las primeras pruebas con semillas híbridas en los años cuarenta hasta la mecanización y los sistemas de producción intensivas a finales de la década de los setenta, el proceso de “modernización” y el uso de “paquetes tecnológicos” fue afianzándose en una importante parte de los sistemas agrarios del sur global, fundamentalmente gracias a los programas de asistencia del gobierno de EE.UU. y por las políticas de desarrollo reproducidas por los estados nacionales. La llamada “revolución genética” y la incorporación de las semillas GM -a lo que se añade los mercados más liberalizados, la mayor globalidad con un mayor dominio de capitales privados globales- en las décadas de los ochenta y noventa permitió un nuevo impulso a la continuidad del modelo, ahondando aún más la dependencia de los sistemas agrarios del sur global con los “paquetes tecnológicos”.
En Sudamérica en particular, este proceso terminó de afianzarse con la predominancia del modelo industrial- empresarial productor de commodities agrarios destinados a abastecer la demanda de los mercados globales. Sin duda el vuelco hacia una agricultura industrializada en base al empleo de semillas GM en sistemas de cultivos extensivos reforzó la dependencia hacia estos “paquetes tecnológicos” y extendió aún más el uso de agroquímicos. Sin embargo, sería un error limitar la problemática del uso generalizado de insumos químicos solo al sector agroexportador; ya que la evolución en el empleo de agroquímicos también posee un amplio esparcimiento en los diversos sistemas agrarios de la región.
Este modelo está hoy en día centralizado en manos de pocas empresas privadas multinacionales con un significativo capital económico, político y simbólico. Estas empresas generan millones de dólares por la venta de agroquímicos, semillas y otros insumos agrícolas; siendo que una importante parte de sus ventas -sobre todo en países del sur global- provienen de pesticidas considerados altamente peligrosos para la salud humana y para el ambiente. Estas dinámicas comerciales se logran en gran medida gracias al arduo trabajo de lobby de estas empresas y sus asociaciones comerciales, como CropLife International, las cuales logran influenciar en las políticas públicas de los países y en las dinámicas de mercado a favor de sus intereses comerciales. Pero también se debe a los vacíos legales que permiten a estas grandes multinacionales seguir fabricando y exportando Pesticidas Altamente Peligrosos (PAP) a pesar de estar prohibidas en sus países de origen. Así como por una doble moral que tolera dobles estándares tanto de parte de los gobiernos como de las empresas fabricantes.
Pese a que los profundos impactos ambientales y sociales que derivan del uso de agroquímicos están hoy en día ampliamente reconocidos (Boedeker, 2020; Marjani, 2018 y Sharma, 2019), las medidas concretas para limitar y desalentar su uso son aún insuficientes. Los acuerdos internacionales [14] y las estructuras normativas regionales y nacionales, por ejemplo, son sin lugar a duda elementos fundamentales hacia la regulación del uso de agroquímicos. Sin embargo, como mencionamos, existen importantes vacíos y reconocidas falencias en el momento de su aplicación; y por lo mismo, solo se constituyen como un primer paso en el proceso de afrontar estas externalidades.
Los agudos impactos que generan el uso de agroquímicos necesitan ser abordados desde diferentes dimensiones y sobre todo bajo una perspectiva sistémica. Así por ejemplo, una parte de estas problemáticas pueden ser afrontadas desde la perspectiva de los derechos humanos. Esta noción ya fue propuesta en 2017 por el Informe de la Relatora Especial sobre el derecho a la alimentación; en el entendido de que el uso de plaguicidas afecta y vulnera los derechos humanos básicos, en particular: el derecho a una alimentación y el derecho a la salud. De esta forma, al encarar la problemática del uso de agroquímicos desde los derechos humanos se establecen obligaciones claras a los Estados de respetar y proteger estos derechos (Elver, 2018). De la misma forma, asegura un principio de universalidad y no discriminación, en particular a grupos más vulnerables, elemento fundamental para evitar los dobles estándares imperantes hoy en día (Elver, 2018). De igual manera, es imperativo extrapolar esta noción desde la perspectiva de los derechos de la naturaleza. En el sentido de que la naturaleza, concebida como un sujeto de derecho, tiene derechos que están siendo atropellados y vulnerados por el uso de agroquímicos y semillas GM.
Este abordaje conlleva, asimismo, a que se apliquen políticas claras y proactivas para una prohibición y eliminación progresiva del uso de agroquímicos en los sistemas agrarios. Esta propuesta es, desde luego, problemática y compleja; no solo por el alto grado de dependencia que se tiene hoy en día de estos agroquímicos, sino también por el enorme peso económico que genera este mercado y por la gran influencia política de las empresas fabricantes. Por ello, queda claro que una eliminación progresiva de los agroquímicos no solo pasa por una evaluación y planificación técnica exhaustiva y clara, sino que también por una verdadera voluntad política nacional e internacional.
Esto implica, por un lado, identificar que el uso de agroquímicos no corresponde a una necesidad per se para garantizar la producción de alimentos, ya que casi siempre existe una alternativa segura a estos insumos químicos (Tunkak & Elver, 2015); y que, además, existen varios modelos alternativos de producción agraria que son menos dependientes de insumos externos. Por otro lado, implica reconocer que el uso de agroquímicos corresponde fundamentalmente a la imposición de un modelo económico y a las dinámicas productivas enfocadas en la extracción y exportación de bienes agrarios según las lógicas de los mercados globales.
En ese sentido, cualquier intención de eliminar progresivamente el uso de agroquímicos y de abordar las profundas externalidades que genera este modelo, implica necesariamente abandonar los sistemas agrícolas industrializados altamente dependientes del uso intensivo de insumos químicos (Elver, 2018). Tomando las palabras del entonces Director General de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) José Graziano Da Silva: “hemos llegado a un punto de inflexión en la agricultura. Hoy en día el modelo agrícola dominante resulta sumamente problemático(…) Deben cuestionarse tanto las políticas agrícolas como los sistemas de comercio y la influencia de las empresas en las políticas públicas si se quiere abandonar los sistemas industriales de alimentación dependientes de plaguicidas” (Citado en Elver, 2018).
Por último, la transición para abandonar el modelo agrícola altamente dependiente de agroquímicos implica repensar nuestros sistemas agrarios con base en nuevos paradigmas alternativos de bienestar, de productividad y de relación con la naturaleza. Estos nuevos paradigmas deberían acogerse bajo principios holísticos y sociales, como ser la agroecología y la soberanía alimentaria. Los mismos que garanticen la producción de alimentos sanos, diversos y con identidad cultural para la alimentación humana de forma diversificada, descentralizada y autónoma, así como libre e independiente del uso de insumos externos comerciales tales como los agroquímicos.
[11] Por ejemplo, el Convenio de Rotterdam, Convenio de Estocolmo sobre Contaminantes Orgánicos Persistentes (COP) o el Convenio de Basilea
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